Vida de farándula

Manolita y las reliquias

  • El que fue uno de los primeros travestis de España y se codeó con las mejores vedettes en los años locos de la Transición recrea su asombrosa leyenda.

Manolita Chen, en una imagen de archivo

Manolita Chen, en una imagen de archivo / R.D

En un bajo de un bloque de pisos del Barrio Bajo de Arcos se adivina desde el exterior una inquietante muñeca antigua de tamaño natural con tirabuzones. Empujamos despacito la puerta y, al atravesarla, nos sumergimos en otra dimensión. Una habitación recargada y barroca acoge centenares de objetos, muebles isabelinos acomodados como en un simposio, cuadros, ángeles, niños quitapesares... A la espalda del asombroso escenario, en silencio, una dama nos observa. Viste traje rojo y sombrero blanco a juego con su zapatos de tacón. Sentada con elegancia, maquillada, una pierna estudiadamente cruzada sobre la otra, una gran virgen a su izquierda: “Buenos días -se presenta con ceremonia-, soy Manolita Chen”.

El mariquita

Nací en 1943 en un cuerpo de hombre, pero siempre he sido mujer. El alcohol se llevó a mi padre y mi madre se quedó viuda con 16 hijos. Esa era mi madre, la del retrato de la entrada... Yo era muy niño. Mi madre peleaba cada real para el puchero en la taberna, la taberna de María la Viuda. Era como si fuera química, rebajaba el anís, hacía mezclas. En una procesión del Nazareno hizo una garrafa de café pasándose con la achicoria y los penitentes, según lo probaban, se iban por el cerro de la Calle Alta cagándose vivos. Pero todo eso sólo daba para una comida y por las noches un trozo de pan y una onza de chocolate que chupábamos hasta gastarla. Andaba to el día esmayá. A los seis años me metieron en una casa a limpiar suelos a cambio de la cena. Iba a un colegio que no era un colegio, sino el patio de la casa de un maestro, que no era maestro. Había un cubo para mear y yo no me movía del cubito para poder ver las churras de los chicos, fíjese si sería yo cabra. A los once años mi madre me metió de aprendiz con unzapatero que decía que le iba a cortar el pescuezo a todos los maricas. Echaba una bilis nauseabunda que yo le limpiaba. Ya a los doce años me pintaba los ojos con los picones de la candela. Me han encerrado muchas veces porque a todos los mariquitas nos aplicaban la gandula. Cuando salía el toro me encerraban, cuando salían las procesiones me encerraban... Me hicieron tragar aceite de ricino, nos rapaban al cero, nos paedreaban, nos escupían... Unos mozos me tiraron a las pitas y mi madre me sacó las espinas, una a una, con pinzas. A muchos se los llevaron a un campo de concentración para invertidos. A La Pepa, la Tiracia... Nos salvamos La Peruchita y yo. Bueno, a mí me salvó mi madre porque me buscó novia. Habló con una vecina y le dijo mi Manolo se ha enamorado de tu niña y le compró un relojito dorado. Era buena chica, me quería mucho. Siempre tuve éxito con las mujeres.

El artista

Era imposible seguir en el pueblo. Me fui a Villanueva i Geltrú con una familia de Arcos a trabajar como albañil, pero era una nulidad para la construcción. Cuando podía me escapaba a Barcelona y eso era otro mundo, con tantas revistas y tantas luces. Me iba a la puerta de las artistas de El Molino. Era lo que yo quería hacer. Conseguí entrar en La Fragata, una sala de Madrid cerca del edificio de Telefónica. No me pagaban mal por cantar coplas, La Bien Pagá y todo eso, pero ganaba más con las copas. Cuanto más me emborrachaba, más ganaba. Diez duros por cada botella de champán. Había mucho viajante. Me metían la lengua en la oreja, que me daba coraje. Una compañera me propuso que nos fuéramos a Francia, que allí había trabajo. Pero era difícil salir del país a principios de los 60 y los certificados me los tenían que dar en Arcos. Tuve que hacer un pecado mortal a cambio de los certificados. Iba a París con la ilusión de llegar al Moulin Rouge o al Folies Bergere, pero me quedé en una sala muy coqueta que se llamaba Mi Paraguay. París era el paraíso. Paseábamos con bolsos, colas de caballo y un poquito de pintura en la cara. Traje mucho dinerito para Arcos, 110.000 pesetas de entonces. Compramos colchones de esponja y quitamos los de paja.

El soldado

Me fui a la mili con dos huevos duros y un billete de cinco pesetas. En un camión nos llevaron a Córdoba. Iba asustadita. Lo primero que nos dijeron es que allí no querían maricones. Durante los primeros días disimulé, pero a la semana me solté la pluma, figúrese, rodeado de todos esos muchachos lavándose sus cosas en las duchas. Me enamoré de todo el cuartel y me tiré a la mitad. Estaba ninfómana total. Del campamento me llevaron a Jerez y me hicieron jefa de cocina, que la puse como un quirófano de limpia. Robé aceite, pan, vino... Al de los boquerones le decía que o me daba algo para mí o no se los compraba... Pero no robaba ni la mitad de lo que robaban los sargentos y los tenientes. Cocinaba para 1.200 soldados y cómo los trataba. Me levantaba a las seis de la mañana para hacerles pan frito y luego me iba al campo para coger amapolas y preparar unos centros de flores preciosos para las mesas de la cantina. Dieron dos diplomas en el regimiento, uno a un tonto de Medina y otro a mí, que sería por puta. Me pasearon en un tanque y el cuartel me aclamaba. Animé a otros. Tenía un capitán de artillería que, gracias a mí, andaba por el cuartel que sólo le faltaba cantar la Zarzamora. Había muchos homosexuales allí, pero lo mío era la repera, yo era una caña clueca.

El transformista

Tras la mili, llegó la edad de oro. Nos llamaban transformistas. Me maquillaba la barba, me ponía algodones en la boca, me hormonaba y, en 1969, me operé en Casablanca. Los travestis íbamos mucho a Marruecos, de locas que éramos, porque allí te acortaban los dedos de los pies. En aquel Madrid éramos estrellas, famosas. Estaba Bibi Andersen y muchas más. Yo estaba muy guapa. Me daban un suplemento si me desnudaba, que no era nada, visto y no visto, pero causaba impresión porque la gente no se esperaba el rabo. Muchas de mis compañeras tiraban el dinero en drogas, pero yo era de guardarlo todo para mandarlo a casa. El primero que me invitó a una raya fue Juanito Navarro, cuando estábamos haciendo Una vez al año no hace daño. Veníamos de hacer bolos en provincias y para el estreno en Madrid estábamos muy nerviosas.Nos llevó al camerino y nos colocó por lo menos veinte rayas, pero de las gordas. Me la metí para dentro y a partir de entonces la quería todas las noches. Fue el tiempo más bonito. Yo había dado el salto gracias a Paco España, en un homenaje que le hicieron en Villa Rosa. Me vio y le gusté. Lola Flores le demandó porque no le hacía gracia la imitación que hacía de ella, pero Paco lo hacía con mucho respeto. A mí lo de las imitaciones no me gustaba, prefería cantar mi repertorio, pero Paco insistió en que hiciera la Pantoja. Con la Transición, a los espectáculos iban los maridos con sus esposas y ellas se sonrojaban cuando nos montábamos en las piernas de sus hombres y les decíamos picardías:uy, vaya paquete tiene tu marido y esas cosas. Eso se ha perdido. Hay mucho intrusismo. Ahora cualquier mujer le suelta eso a un hombre. Como sabrá, yo no era la única Manolita Chen. Había otra, muy famosa, la del teatro chino ambulante que iba de feria en feria. Yo la admiraba mucho. A mí lo de Manolita Chen me lo pusieron en el pueblo y se me quedó, aunque yo había tenido otros nombres: Juan de Ronda o la Bella Helen. En una Feria de Sevilla coincidimos las dos manolitas y me encontré mi teatro cerrado. Me llevaron ante el juez. Manolita me había denunciado. El juez preguntó a la primera manolita que si tenía registrado el nombre y dijo que no; luego me lo preguntó a mí y le dije que tampoco. Pues, señoras, arréglense ustedes. Pero no nos arreglamos, ella decía que yo era una lánguida.

La empresaria

El suelo de la taberna de mi madre estaba siempre lleno de colillas y de gargajos de la gente que iba allí a jugar a las barajas y al dominó. La pobre se pasaba la vida limpiando gargajos. Dije mamá, se acabaron los gargajos. Puse unas lucecitas y unas cortinas. Ni baraja ni dominó ni nada. A las dos semanas la taberna estaba llena porque por una con cincuenta ponía la copita, aceitunitas, rabanitos, remolacha. Para que la clientela no renegara me dejé una barba hasta aquí, una señora barba. Bajé las luces, puse mis canciones o las de Juana Reina o la Concha Piquer. Y mis velas y mis flores. Más íntimo. Además, puse en la puerta de la taberna un cartel: snack bar. Y con eso el alcalde ya no pudo, creía que había montado un puticlub y me lo cerró. Mi madre se llevó un gran disgusto. Creo que de eso enfermó y se murió en mis brazos. Traspasé la tabernita. Luego pasó lo de la feria. Iba a montar una caseta, Los Canastos. La noche antes me quedé de guardia para que no me robaran. De madrugada se presentaron dos guardias civiles con capotes verdes. ¿No nos vas a invitar a un copita?, me entró uno. Ya bien bebidos y comidos uno se va para afuera y otro se queda dentro y me dice prepárate que te voy a hacer una cosita buena y me hizo de todo, me mordió, me pegó... y si fue malo, cuando entró el segundo fue peor de lo cochambroso... A la mañana siguiente me llaman del cuartel y me dicen que hubo mucho escándalo anoche y que la caseta no se abría. Estaba violada, amoratada, humillada y encima no podía abrir la caseta. Llamé a dos curas de Jerez a los que les proporcionaba mariquitas. Se plantaron ante el gobernador y no sé qué le dirían pero la caseta abrió. Pensará que por qué seguía en el pueblo, pero yo quería luchar. Fuimos nosotras las que luchamos para dejar de ser mirados como bestias de feria. Abrí nuevos locales: El Camborio, que era un cabaré donde actuábamos las mariquitas de Arcos, El Rincón Andaluz, La Cuadra. Todos funcionaban. Arcos vivía de noche, como los vampiros. Convertí Arcos en el lugar más moderno de la provincia, venía gente de todas partes. Me lancé con Los Tres Caminos, un restaurante, que triunfó al instante. Y yo era la más carera. Daba botellas con mi foto y las dos mil pesetas que cobraba iban en la factura. Llegué a tener hasta 30 trabajadores. Venían los señores de Madrid, muy importantes, porque además de comida ofrecía más cosas. Tenía un muestrario con fotos de hombres de Arcos. El visitante decía con éste o con éste y los del muestrario se llevaban un dinerito a casa. No diré nombres porque muchos de ellos eran ya entonces hombres casados que necesitaban esas pesetas. Además, tenía los bungalós, donde iban políticos y jueces de la época. Si los bungalós hablaran... Ellos sabían dónde estaba la llave. Dentro, la cama calentita, perfumada, su riojita y su cañita de lomo y allí se llevaban a quien se llevaran y al terminar ya sabían dónde tenían que dejar las llaves y el dinero. Pero los tiempos cambiaron, me separé, cogí una depresión. Yo había firmado en los bancos a todo el que me pedía un aval. Algunos dejaron de pagar y el banco vino a por mí. Me quedé sin mi casa del Rocío, sin muchas más cosas. He perdido mucho, pero no sabía decir que no.

La madre

María fue la primera. Un día vino a comer al restaurante un político y no sé cómo surgió la conversación de si yo no tenía ganas de tener un niño y dije que nada me haría más ilusión. Ya tenía mi marido, mi casa, sólo faltaba un niño. Me habló de una niña que sus padres no querían porque era down. Me da igual, dije, más amor necesitará. Mira que se te va a morir, que lo mismo no te dura ni seis meses. Con más motivo. Cuando la ví, cabía en una caja de zapatos mi niña. Tuve una prensa horrorosa, que qué era eso de darle una niña a un travesti. Llevé a mi María a todas partes, a Córdoba, a Almería, a los mejores especialistas. La niña empezó a resucitar. Ahora tiene 32 años, está en un centro de Puerto Real y pasa los veranos en casa. Está cieguita, ya no anda y hablar nunca ha hablado. Pero se ríe mucho. Luego adopté a tres más. Uno, mi Alfonso, se me murió, los otros dos, con parálisis cerebral, están en Sevilla, entubados. A uno lo cogí con siete años. Era terrible, la familia le había vaciado los ojos. Dije que si le poníamos unos ojos de cristal, pero me dijeron que no merecía la pena. Hice cursos para saber cómo les podía transmitir cariño. Como no hablan tengo que averiguar lo que piensan mirándolos. Uso el mismo perfume siempre para que sepan que soy yo, su madre. Ahora, hace poco, nos hemos reunido los padres porque la Junta dice que no ayuda más y habrá que poner más dinero para que sigan recibiendo cuidados, para que no se cierren los centros, para que no se les abandone... Dicen que no hay dinero para ellos.

El preso

Mi ex me acusó de que yo tenía la droga que él vendía. Nunca fue cierto. La Policía registró mi casa y no encontró nada, pero testigos afirmaron que habían comprado en mi casa. Me recomendaron que me declarara culpable. Pasé once meses en la cárcel. No sólo no me arrepiento, sino que me alegro porque allí pude cuidar a enfermos de sida. Me entregué total: los vestía, los lavaba. Conocí a personas maravillosas. El director de la cárcel me dijo usted ha venido aquí a hacer una misión. Había gente abandonada a la que no visitaba nadie.

La benefactora

Los donativos de la gente que venga a visitar esta casa museo, que inauguraré el 5 de agosto como homenaje a mi madre, serán para los necesitados de Arcos. Yo se lo voy a entregar todo al pueblo. Los visitantes que vengan tendrán una copita en mi bodega y luego verán todas estas cosas que tengo aquí. Esta colcha era de la duquesa de Medina Sidonia. Aquí hay verdaderas joyas. Esta santa Rita de la escuela de Goya, esta Santa Rita de la escuela de Velázquez, el retrato de Frasquita Larrea que compré a unos gitanos en El Gallo Azul de Jerez. Me han ofrecido ser la nueva alcaldesa del pueblo, pero yo he dicho que no, que quiero ser la concejal de Bienestar Social, que lo que quiero es ayudar a los pobres. Porque siempre he sido mucho de mi virgen, muy religiosa. Fueron los curas los primeros que reconocieron que era mujer cuando quise salir con las Tres Caídas y me lo impidieron porque decían que en la cofradía no se aceptaban mujeres.

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