Cultura

Rafael Álvarez. Embrujo de profesionalidad y tablas

  • Un monólogo medido, ágil, lleno de dominio teatral y de riqueza expresiva

 La gente acudió a ver a El Brujo. Lo de Shakespeare era secundario. El espectador deseaba escudriñar de cerca las entrañas del teatro de las últimas décadas que encierran las largas canas de un Rafael Álvarez incombustible. Todos los elementos de la tragicomedia de la noche de un sábado teatral estaban situados donde debían, en el patio de butacas, las plateas o el anfiteatro. Olían a teatro del de siempre desde la sana intención de disfrutar de un nombre curtido entre bambalinas. Todos los elementos sí, menos uno: el del embrujo de un actor, que aparece en escena muy sobrado, riéndose de la situación, que va a lo suyo sobrevolando en su escoba escenarios, y que en esta ocasión aterrizó en el del Villamarta manejando los tiempos, dominando los terrenos y sabiendo medir las distancias con el respetable como si una tarde de toros y vinos se tratara. Porque tanto de cuernos como del vino de Jerez Shakespeare era un admirador, y Rafael Álvarez el bufón actual de la corte de los Borbones.

La puesta en escena simple y a la vez pasional. Milimétrica e improvisada. Un actor con recursos para dar y regalar, dos atriles a modo de reposabrazos, cuatro candelabros a modo de altar en el telón de fondo y cinco candilejas a mitad del escenario escondiendo las luces de los infiernos. Una propuesta de ambiente medieval con textos del siglo XVII y un violinista en escena, y en el tejado de las miserias que acompaña el monólogo hiperactivo de un Brujo ensimismado y sobrado, a pesar de hacernos creer que los chistes fáciles eran improvisaciones inmaculadas. 

Desde un principio tiene al público en el bolsillo, adulándole y haciéndole partícipe de las peripecias vinateras del vino de Jerez que el propio Shakespeare mencionaba en sus obras. Desde un principio establece las reglas del juego enarbolando al amor como paradigma de la condición humana y las diferencias entre el hombre y la mujer, siendo capaz de hacer reflexionar a la vez y de manera soslayada sobre versículos de la Biblia, trozos de las obras de Shakespeare y elucubraciones  de los infinitos eruditos estudiosos de la obra del autor inglés. La sorna de la belleza, la metáfora y la retórica de las mujeres como nudo de la trama argumental, aunque en realidad solo sea el pretexto para desarrollar sus habilidades de comunicador en el escenario, de bufón cómico clásico, que se ríe de la crisis, de la Iglesia, de la Monarquía, del violinista, de algún que otro pueblo de Andalucía y en definitiva de sí mismo. Se ríe de todo y hace que todos se rían. Monólogo que combina el estudio del ensayo filosófico de Bloom con la intención de penetrar en la psicología femenina de algunos personajes de las comedias de Shakespeare, como mecanismo preinstrumental de las emociones, en gags encadenados para hacer del argumento un continuum. La importancia dada a algunas de ellas, sobre todo a Rosalinda, con guiño al teatro inglés dentro de la propia comedia haciendo de hombre disfrazado de mujer, a Catalina o la Julieta de Romeo, que encierran intención escénica, y grandiosidad corporal,  pero en sí mismas aman el espíritu de otras como podían ser Lady Macbeth o la mismísima Reina de las Tinieblas.

La iluminación, de lo mejor del espectáculo. Al servicio de la propia luz del personaje embrujado que merodea dos horas por escena. Recordando el teatro que, de hacerse al aire libre, empezó a mudarse a interiores, y en la intimidad necesitaban candelabros o lámparas de aceite  para rememorarnos épocas más sombrías del teatro shakesperiano. Con claros y oscuros, focos de luces frías y filtros que adornaban sensaciones discretas, con un muy buen uso de los colores complementarios, con una distribución más que trabajada e intensidades las justas. Consigue efectos subliminales y emocionales que perduran en la retina del espectador durante unos segundos y aumenta el aurea embrujada del actor protagonista. Escenografía austera y al servicio del movimiento actoral. 

El recurso de buscar refugio al fondo del escenario, entre las sombras de las velas, para los momentos de recogimiento, y el de acercarse a boca para buscar complicidad entre los asistentes para los momentos de extroversión. Los movimientos exagerados y grandilocuentes en la línea del bufón de corral de comedias llenaban el escenario. La palabra y la expresión hechas sentimientos de cómico de toda la vida. Los cambios de registros de timbres de voz y la capacidad de control del ritmo de la obra a pesar de un ritmo alocado. 

Los instantes de lectura dramatizada usando los atriles, únicos momentos de pausa corporal, lograban transmitir mucho más que una simple lectura impostada pues este teatro del atril aquí era más la fábrica de sueños escritos en cuartillas con tinta que acaban mecidas por el viento en algún lugar del escenario cuando el orador las deja caer como hojas de árbol que querían mover la escena. Un narrador que es a la vez poeta, es mago, es mujer, y es hombre. La noción del discurso de un brujo, que con su pócima mágica es capaz de crear un ambiente único y ser feliz en escena. Podremos estar más o menos identificados con el libreto o con el contenido de su personal  "auto sacramental" pero cuando se observa repetidamente cómo a este tipo de profesionales el escenario se le queda pequeño, es que la grandeza del teatro tiene reflejo ahí. Por algo será. 

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