Parece que la saga de Saw tiene tanto tirón que ha merecido por parte de la distribución ser estrenada con todos los honores un miércoles, como hace con los grandes taquillazos tipo Pixar, sacándolos del viernes donde presentan las novedades el resto de los mortales.

Lo cierto es que Saw, que llega hoy a su séptima y según parece última edición, se ha creado su mito entre los consumidores del gore. Su mezcla de filosofía existencial, de psicópata que castiga a los malvados y de sangraza sin concesiones ha cautivado a muchos, que están dispuestos a perdonar la degeneración de la serie.

De la primer entrega un inteligente -y moderado, para lo que vino luego- juego macabro, se paso a un formulismo de estética postindustrial que se convirtió en un circo inverosímil con cada vez más pistas. Pero su malevolencia original sobrevivió y mantuvo la gracia. No ha faltado una dósis anual no exenta de polémica, como sucedió con el sexto episodio, que fue calificado X por nuestro Ministerio de Cultura ante su grado de violencia. Finalmente, pudo llegar a estrenarse el pasado otoño tras perder tres minutos de su sangriento metraje.

Esta última entrega se presenta en los consabidos 3D, con lo que las cuchillas y demás artefactos del asesino del puzzle se supone serán más terroríficos. Lo que sí es verdad es que se desenlaza el largo culebrón que llega a su séptimo capítulo. Las tramas de Hoffman, el policía que se convirtió en el mejor discípulo del criminal, la de su viuda que también tiene su parte en la ensalada gore, y, como siempre, las reminiscencias de puzzle -encarnado por Tobin Bell, que se ha convertido en nuevo icono del terror- y su peculiar filosofía entre un matarife y Nietzsche, llegan a su conclusión.

Aunque el film promete una sorpresa final, en la línea de los productos anteriores, y que puede ayudar en un futuro a romper la autopromesa de no seguir con la serie.

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