JEREZANOS BIZARROS DE AYER Y SIEMPRE

Sor Dionisia de Nuestra Señora

  • La nochebuena de 1647 sor Dionisia traspasó los límites de la paciencia de las demás monjas

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El 4 de abril de 1625 vino al mundo Ana de Morla y Carvajal en un palacio cercano a San Juan de los Caballeros. Sus padres, nobles y ricos, pronto se sintieron desbordados por la inquieta personalidad de la pequeña, que siempre estaba inventando diabluras. Entre otras lindezas, Ana se divertía tendiendo trampas a los criados, espantando a los caballos de la cuadra familiar o dando patadas en las espinillas a todo el que se le ponía por delante, en especial a los ilustres invitados de su padre. A los catorce años era una doncella indómita y descarada (lo que hoy se denominaría una niñata) y había pasado más de media vida castigada en un alto torreón de su casa. 

Don Eustropo de Morla y doña Ana de Carvajal, progenitores de la pequeña salvaje, decidieron quitársela de encima y convinieron un matrimonio con Hernando de Espínola, caballero veinticuatro y dueño de una flota de barcos mercantes. Por aquel tiempo don Hernando tenía sesenta años y acababa de enviudar, resultando un candidato ideal para desposar a la mocita. La boda se concertó para el 8 de octubre de 1639, con tan mala suerte que el novio murió dos días antes de una jitera, al atiborrarse de pajaritos fritos en mal estado durante la despedida de soltero. Al conocer la noticia, la joven Anita sonrió con malicia, pues no quería unir su vida a la de un anciano. No sabía lo que le iba a deparar el destino.

Al no conseguir un matrimonio ventajoso, la niña fue obligada a entrar en el convento del Espíritu Santo, donde hizo solemne profesión en 1640, tomando el nombre de Sor Dionisia de Nuestra Señora. Desde ese momento, la priora deseó la muerte. A Sor Dionisia no le gustaba la comida. Sor Dionisia se negaba a coser con las demás hermanas. Sor Dionisia no quería barrer el claustro, y cuando otra monja se lo recriminó, le partió la escoba en la cabeza. Sor Dionisia llegaba siempre tarde al coro. Sor Dionisia le arañó la cara a sor Prudencia porque la había mirado mal. Sor Dionisia se remangaba el hábito dejando al aire las corvas. Había que amarrar a la silla a sor Dionisia para pelarla, porque se quería dejar la melena. Sor Dionisia llamó sodomita a su confesor cuando le impuso como penitencia pedir perdón a la comunidad por su comportamiento. Sor Dionisia se fingió enferma y cuando llegó el doctor para hacerle una sangría se abalanzó sobre él con actitud libidinosa. Sor Dionisia estranguló a todas las gallinas del corral con tal de que no la mandaran allí a por huevos... En resumen: sor Dionisia era un bicho.

 La comunidad de dominicas no podía expulsar a este angelito, porque sus padres habían entregado al convento una cuantiosa dote, así que la soportaron como pudieron, recluyéndola en su celda durante largos periodos de los que salía con una furia recrecida. 

La nochebuena de 1647 sor Dionisia traspasó los límites de la paciencia de las demás monjas, al añadir un fuerte purgante a la masa de los pestiños que le obligaron a cocinar para el postre. Al día siguiente la priora escribió (sentada en la letrina) una denuncia a la Inquisición, que se la llevó presa al castillo de San Jorge, en Triana, acusada de estar poseída por el Demonio. 

No dio tiempo a que empezase el proceso, pues la reclusa engatusó a uno de los carceleros hasta el punto de dejarla escapar, facilitándole incluso una barca con la que huyó por el Guadalquivir. En un principio la fugitiva se estableció en El Puerto de Santa María, donde trabajó en un burdel hasta que un cliente la reconoció y ella tuvo que rebanarle el cuello antes de que abandonase la alcoba. Comenzó entonces la leyenda de sor Dionisia, quien se echó al monte y se incorporó a una partida de criminales de la que pronto se convirtió en jefa. La monja bandolera empezó a atemorizar a toda la Sierra, devolviendo a la sociedad los cuatrocientos golpes que la habían tirado al barro. Su nombre provocaba espanto. Su presencia, ríos de sangre. 

El viajante que se cruzaba en su camino encontraba un fin funesto. Los pueblos se bañaban en lágrimas y desesperación. Fueron años de miedo y destrucción en los que la cuadrilla de sor Dionisia asoló una buena parte de las actuales provincias de Cádiz, Málaga y Sevilla. 

A sus manos murió la familia del corregidor de Ronda (esposa y cuatro hijos) que iban en carroza hacia Marbella, clavando ella misma el puñal en el pecho de los cinco infelices. Incendió en dos ocasiones Grazalema; asaltó el palacio de Bornos, asesinando a todos sus criados; envenenó los manantiales de Algodonales, llevando a la tumba a más de cien personas; se perdió la cuenta de la gente que despeñó por el Salto del Cabrero. Meras caricias comparadas con las atenciones que dispensaba a los religiosos, a los que torturaba durante días antes de darles una muerte que pedían a gritos. Baste como ejemplo el cura de Zahara, al que le arrancó todos los dientes, dejó ciego y le cortó los brazos para después abandonarlo en el bosque, donde fue devorado por las alimañas.

Sor Dionisia era el terror y la pena, el infierno en la tierra. Contaban que reía a carcajadas al ver expirar a los hombres, que donde pisaba su caballo crecía la mandrágora. Decían que engendró varias criaturas, pero nunca nacieron niños, sino lobos. 

Había que hacer algo y así, el duque de Arcos y el corregidor de Jerez formaron un ejército para capturar a sor Dionisia. Cinco años anduvo vagando esta tropa entre montañas y valles, llegando a enfrentarse con los bandidos en cuatro ocasiones en las que perecieron setenta militares. Quiso La Parca que la malvada monja se empeñase en destruir el convento de Caños Santos un hermoso día de mayo de 1656, justo el mismo en que los soldados que la perseguían se encontraban allí en una misa. Fue una batalla campal. Ella misma acabó con la vida de quince monjes, antes de ser atravesada por la espada de un capitán. 

Su cuerpo se trajo a Jerez, donde fue colgado boca abajo en la Torre de la Atalaya. Allí permaneció durante más de cincuenta años, hasta que el Ayuntamiento ordenó quitarlo y tirarlo por la Hoyanca.

NOTA: Durante la I República el Ayuntamiento acordó cambiar el nombre de la cuesta del Espíritu Santo por el de Sor Dionisia de Nustra Señora. Por entonces pensaban que la perversa religiosa había dedicado su vida a robar a los ricos para entregar el botín a los más necesitados. Posteriormente se descubrió lo equivocado de esta opinión, y la calle retomó su denominación primitiva.

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