CINE de salón

El autor en su bizarría

Autor obsesivo, artesano de precisión cirujana, artista pop posmoderno, excéntrico provocador. Death proof es en sí misma una provocación. Una provocación al espectador, que arquea sus cejas ante un desfile de verborrea incontrolable, chicas neumáticas por doquier y carreras de coches a prueba de muerte. Pero también una provocación a la propia industria del cine, de la que Tarantino se ríe y a la que Tarantino censura rescatando del olvido, como castigo a su estéril páramo creativo (motivado, en parte, por la fuga de talentos narrativos a las series de televisión), al subgénero más cutre y macarra que jamás merodeó la Meca del cine: la serie Z. Y no lo hace solo, pues es de justicia mencionar aquí a Robert Rodríguez, su partner de juergas y firmante de Planet Terror, la segunda cinta que integra el díptico de la experiencia fallida (pero igualmente desternillante) que dieron en llamar Grindhouse.

La serie Z, ese último reducto de los librepensadores, de los malditos con agallas para filmar, literalmente, con más corazón que cabeza. El cine por el simple gustazo de hacer cine, sin gravedad, sin hondura, con todas las fisuras, en forma y fondo, que se quieran. La contracultura y lo underground llevados al paroxismo, y con capacidad para encandilar a generaciones de adolescentes yankees que iban a los multicines a meterse mano, a meterse mano en doble sesión de cine. Una explosión similar a un happening o una performance, que ahora se perciben como experiencias trasnochadas y retrogradas, pero que en su momento supusieron un escupitajo al cielo que acababa por demostrar lo efímero del arte y el fin de su unicidad.

Por todo esto, los protagonistas/antagonistas de Death proof, Stuntman Mike (Kurt Russel) y Zöe Bell, que se interpreta a sí misma, son también esas 'caras b' del star system de Hollywood: los especialistas, los actores sin nombre cuyo único leit motiv es rodar lo que otros no quieren ni pueden. Como si se tratase de un espejo, el autor de Reservoir dogs organiza su nueva (y milimétrica) gamberrada en dos actos. Uno, en el que Stuntman Mike, un maduro Russel rescatado para la causa como ya sucediera con Travolta, Pam Grier o Keith Carradine en anteriores citas tarantinianas, juega al acoso y derribo con un puñado de sugerentes lolitas. Y otro, en el que ese mismo personaje prueba su propia medicina de manos de una suerte de grupo salvaje femenino comandado por Zöe, que le darán caza en una endiablada persecución al volante que rememora la mítica secuencia de Bullitt, de Peter Yates.

Tarantino, escritor antes que cineasta, no esconde que se amamantó, cinematográficamente hablando, engullendo series de televisión de los 60 y 70 (Stuntman Mike hace referencia a su papel en El Virginiano) y viejas cintas VHS con horas y horas de morralla en celuloide. Pero, como si de un activista de Greenpeace se tratase, él ha sabido compilar toda esa mierda, reciclarla y elaborar un lenguaje propio y actualizado. Su cine es cine de nuestro tiempo, aunque contenga reminiscencias estéticas del pasado. Y de su propio pasado, baste recordar el juego de autoreferencialidad que emplea en el film: el politono de una de las mozas con el silbido de la enfermera de Kill Bill o los momentos de diálogos en automóvil propios de Reservoir dogs. Porque Tarantino consigue sublimar el pastiche, la parodia y el vandalismo. Y, sobre todo, dando la sensación en todo momento de que se lo pasa pipa.

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