CINE de salón

Al borde del abismo

Un plano de unas vacas pastando próximas a un pueblo castellano: sonido directo y diegético, sosiego absoluto. Es el arranque de La Soledad. Planos yuxtapuestos de una aglomeración de edificios en una gran urbe cualquiera: sonido ambiente, la misma quietud. Así concluye la última película del catalán Jaime Rosales. Estructura circular y vaporosa metáfora de la irreversible enfermedad que supone para el ser humano su vacío existencial, el abismo de estar en un espacio-tiempo deshabitado. Se puede estar muy acompañado y vivir condenadamente solo. Y se puede estar incomunicado y aislado en medio del campo o incomunicado y prisionero en un bloque de pisos de la ciudad donde las puertas blindadas cierran todo resquicio a la socialización. En la pérdida del ser querido, al afrontar una grave enfermedad, ante el egoísmo, el sentimiento de culpa, en el amor y el desamorý Al final, frente a esos pasajes transitorios que definen las etapas vitales de una persona, ésta se encuentra sola e indefensa, a merced de sus pulsiones y atenazada por un desierto que puede llegar a ser infinito.

Como sucediera en Las horas del día, su debú al frente de un largometraje y claustrofóbico retrato de un rutinario psicópata de la periferia barcelonesa, Rosales llega a abusar de una narración estática y expositiva, hiperrealista y que enfatiza los aspectos más cotidianos de la vida diaria (aquí puede apreciarse la influencia del maestro Ozu). ¿Qué resorte de su cine provoca, por el contrario, que el interés del espectador no decaiga? El mantenimiento permanente de una tensión latente, la sensación de que algo (bueno o malo) va a ocurrir, aunque llegado el clímax se diluya rápidamente evitando todo artificio accesorio, toda perspectiva que le haga desechar su aseptismo -baste recordar el atentado terrorista en el que se ve involucrada Adela y su hijo y del que nada se sabe más allá de la explosión del autobús en el que viajan-.

Es La soledad una película bressoniana en la que importa más lo que no se cuenta que lo que se dice (pese a que por medio de esto último se entresaquen los detalles que se obvian) y en la que Rosales, en homenaje a uno de los manantiales de los que bebe, incide en el fuera de campo y en el juego de las perspectivas. He aquí precisamente la clave de que su último trabajo sea menos opresivo que Las horas del día, pues la polivisión -la división en pantalla de dos planos simultáneos que muestran dos representaciones, bien de dos personajes, bien de dos estancias- proporciona un desahogo para el espectador, atrapado en un espejo de cotidianeidad que, por momentos, podría resultar tremendamente aburrido.

Y es una historia simple, como las que erigen las grandes películas. Una cinta de actores semidesconocidos, de palabra y sobriedad, y una honda reflexión que, por momentos, conmueve y emociona como la vida misma, como un reflejo de todo aquello que alguna vez también nos ocurrió. Es una ventana abierta a nuestros propios miedos e hipocondrías y un trance emprendido por una de las pocas firmas lúcidas, salvables e ineludibles, junto a Guerín, Portabella, Gual y Erice (si algún día decide volver a filmar algo), del deplorable paisaje actual del cine español. Por ello, al margen de obviar análisis sesudos, por no ser ni el lugar ni el momento, acerca de la luctuosa cinematografía patria, sí es gratificante comprobar que se haya reconocido el talento que subyace bajo esta pequeña película que hasta la pasada gala de los Goya era una completa desconocida para un público que ni recibe ni se molesta en recibir nada que no sea ajeno al mercado y a lo que escupen machaconamente los medios de masas. Así nos luce el pelo.

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