CINE de salón

El final del romance

  • por Francisco Sánchez Múgica

En el aire todavía revolotea el olor a pólvora mezclado con testosterona. El hedor infecto de la basura impregna la ropa de un muchacho desgarbado y con peinado a lo James Dean que está a punto de dar un giro radical a su vida. Hastiado de deambular por una tierra yerma de futuro, Kit, adánica encarnación, decide inventarse su propia vida. Un edén ficticio junto al río en el que experimentar la libertad en toda su dimensión. Pero el precio que hay que pagar por la libertad no es otro que el de la más cruda soledad y, en último término, la total incomprensión.

Las flechas de cupido son dos escopetazos al rígido y severísimo padre de su chica, que lo desprecia y ningunea. El tormento y el éxtasis. Tocata y fuga. El San Valentín sangriento de Terrence Malick y una descripción metafórica de las renuncias que implica el amor y el enamoramiento: en muchos casos, la pérdida de toda cordura. Kit -el Martin Sheen que años más tarde acabaría siendo el capitán Willard)- agarra a la jovencita Holly -la Sissy Spacek que sólo unos años más tarde acabaría siendo Carrie- y huyen hacia el infinito, como si no hubiese mañana, en busca de la redención. Ni siquiera es prosperidad lo que esperan encontrar. Y perturbado por el amor, que ciega la capacidad crítica, el joven del Medio Oeste se vuelve cada vez más y más violento hasta imbuirse en una sangrienta espiral que sólo conduce hacia su autodestrucción: nihilismo negativo, que le llaman los filósofos. Frente a él, su impávida aunque reflexiva ninfa, absorta, a punto de renunciar y abandonar el camino a ninguna parte al que le ha conducido su amado.

El mismo año que Malick rodó Malas tierras, 1973, Scorsese debutaba con Malas calles, otro retrato descarnado sobre la inclinación rebelde y explosiva de la adolescencia y sus ansias de liberación. Pero también de esos pasos en falso y de esa búsqueda permanente de expiación. Con la Música poética de Carl Orff, las Malas tierras de Montana van desapareciendo entre las nubes, y Malick, esquivo realizador que en treinta y muchos años de carrera sólo ha filmado cuatro largometrajes, nos llama la atención sobre por qué en el fondo disfrutamos con lo que vemos en la pantalla y por qué, aunque a distancia prudencial, llegamos a identificarnos, y a mostrar empatía, con el rebelde y el asesino que Kit anida en su interior. Algo similar a lo que le ocurre a sus captores, hombres de la Ley orgullosos de estar cerca de una 'celebridad'.

Será porque también sentimos en lo hondo de nuestro ser ese reflejo del paraíso perdido, el futuro negado, el desarraigo, el exilio interior y los despojos de los sueños que quedaron atrás, junto a la inconsciencia y la rebeldía de juventud. Y esa envidia irrevocable por no tener la destreza para arramblar con todo y olvidarse de que, más que al aquí y ahora, estamos sujetos al jodido e indiscutible día de mañana. Malas tierras es febril y aterradora, y sus personajes, seres desangelados que caminan desnortados en un páramo inabarcable pero improductivo, son explícita alegoría del mañana de alguien que no sigue el camino adecuado. ¿Quién se atreve?

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