Cultura

El latido campesino

  • La nueva edición de los 'Recuerdos de Fernando Villalón', donde Manuel Halcón trazó el retrato del poeta, evoca los rasgos de un hombre irrepetible

Canonizado por Gerardo Diego en la célebre antología que fijó la nómina del 27, Fernando Villalón ocupaba y sigue ocupando un lugar excepcional en la constelación del grupo, en el que su poesía arcaizante pero novedosa, popular y singularísima, señala un camino propio que participa a la vez de la inquietud de las vanguardias y de la fidelidad a la tradición bajoandaluza, recreada con una intención casi arqueológica que no desmiente su osadía. La pertenencia de Villalón a una generación anterior, su condición de noble terrateniente o su fallido desempeño como ganadero, así como su temperamento excéntrico y lo tardío de su dedicación literaria -publicó tres únicos poemarios entre 1927 y 1929, sólo un año antes de su muerte prematura- lo convirtieron ya en vida, pero sobre todo después, en un personaje legendario, acaso más reconocido por su extravagancia que por su talento indudable. En la construcción de esa imagen póstuma, elaborada a partir de innumerables anécdotas, tuvo un papel decisivo el retrato que su primo el novelista Manuel Halcón, que lo veneraba, trazó en sus Recuerdos de Fernando Villalón (1941), el primero de sus libros de posguerra y todavía hoy -en mayor medida que las novelas, muy difundidas en su momento- su obra más celebrada.

Buenos conocedores de las figuras de Villalón y de Halcón, Jacobo Cortines y Alberto González Troyano ya prepararon una temprana recopilación de Escritos (1982) sobre el primero y han abordado después aspectos puntuales de las trayectorias respectivas. De la mano de ambos ha rescatado Renacimiento este ya clásico de la literatura biográfica, adscrito al género de la vie romancée, que ofrece en la nueva edición el aliciente de incorporar varios apéndices donde el autor, íntimamente vinculado a su biografiado, completa la semblanza o insiste en sus rasgos más definitorios: "El poeta en los negocios", la impagable conferencia de 1951 en la que Halcón proponía un pintoresco paralelismo entre los desastres económicos de Villalón y Honorato de Balzac; una carta del mismo año, dirigida a Adriano del Valle, donde el novelista le transmite sus dudas sobre la publicación del drama en verso Don Juan Fermín de Plateros, que no vería la luz hasta 2000 en una edición prologada por González Troyano; "Dos palabras de recuerdo" pronunciadas en Morón, solar y "paisaje primero" del conde de Miraflores de los Ángeles; otra conferencia de 1978, impartida en una peña, que analiza la Taurofilia racial (1956) en la que Villalón, esta vez en prosa, exponía su personal visión de la lidia, su prehistoria y evolución hasta lo que entendía como un estadio de decadencia del toro -ya no bravo- en favor del torero, y una breve "Noticia" publicada con motivo del centenario.

El vivo y entrañado retrato que Halcón hace de Villalón, sólo diez años menor que su padre y más cercano por lo tanto a la edad de sus mayores que a la suya propia, se remonta a la infancia del biógrafo, que fue un niño fascinado por la presencia magnética -como "una torre en movimiento", lo califica repetidamente- del entonces veinteañero, imponente cuando irrumpía en la casa familiar anunciado por el ruido de las espuelas. Episodios como la entrevista con el bandolero Pernales, su intransigencia con los farsantes o su debilidad por la teosofía testimonian su lado más rebelde. Excesivo, individualista, quijotesco, el ganadero iba por libre y pagó al final, cuando le sobrevino la ruina, el precio por haberse saltado las convenciones, pero de ese fracaso nacería su dedicación a la poesía. El "sello de autenticidad", como lo llama Halcón, su genuina o hasta fiera -en tanto que salvaje o no domesticada- encarnación del "latido campesino", es lo que sigue seduciendo de una personalidad arrolladora que comparece aquí, siempre ligada a la tierra, en su perfil más verdadero.

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