Cultura

Lo que nos ha pasado

  • Branislav Djordjevic retrata el inicio de la tragedia yugoslava en 'Lugares lejanos', una novela que deja un sabor a nostalgia agria

El poso del tiempo sobre el tiempo permite volver al pasado, ver lo que nos ha ocurrido, con la necesaria distancia. Pero esta distancia, siempre purificadora, se hace aún más necesaria cuando de lo que se trata es de volver sobre nuestros demonios. El fin de Yugoslavia como país supuso para muchos el final de una herencia moral. Para otros tantos no fue más que la disolución de un mundo ilusorio, creado por una vieja forma de fraternitas o concordia forzada, pero que ya había agotado su farsa.

Lugares lejanos, novela del serbio Branislav Djordjevic, es un ejercicio de distancia sobre los orígenes de aquel acabose político y generacional. Se sitúa a fines de los ochenta y primeros noventa del siglo XX. O sea, justo al comienzo de la demolición del teatro balcánico. Asistimos a este desguace desde un espacio concreto, lo que a nuestro juicio hace más interesante la novela. Quiere decirse que asistimos al inicio de la tragedia yugoslava desde el corazón de Belgrado, capital de Serbia, el país que al cabo sería acusado como el culpable de todo mal por parte de los medios de comunicación y de los foros internacionales.

El protagonista de Lugares lejanos es Alexa, un médico muy sensibilizado con su labor en un gran hospital de Belgrado. Su ingenuidad naif ante tanto agorero se verá desarbolada por los acontecimientos. El celo profesional lo compagina a ratos con sus paseos y tertulias a orillas del Sava y del Danubio. Una vez a la semana visita a su padre, archivero ya jubilado, quien vive entre los bloques de pisos de Nuevo Belgrado.

Todo alrededor va perdiendo pie. A su pesar el paisaje interior de Alexa reflejará el paisaje exterior de la propia ciudad. Manifestaciones y algaradas. Nacionalismo. Colas en bancos y tiendas de racionamiento. Refugiados de la guerra que vienen de la zona de la Krajina. Y, sobre todo, el medro de los listos o la impunidad de las mafias de toda laya, muchas de las cuales acabarán enroladas en el frente (recuérdense los tigres de Arkan, aquellos ultras futboleros del Estrella Roja, el equipo de Belgrado que, curiosamente, fue campeón de la Copa de Europa en 1991).

Parecía, en fin, que todo respondía a un irónico dibujo cuyas formas se intuyen a medida que se pierden sus contornos. El país se hacía irreconocible mientras que día tras día, como en un juego de manualidades escolares, se iba perfilando la línea de puntos que insinuaba su desaparición en la nada.

¿Qué había pasado? Es la pregunta que se hace Branislav Djordjevic en Lugares lejanos. Experto en el tratamiento moderno de la tuberculosis, Alexa no fue capaz de detectar que el nacionalismo de los unos y los otros (serbios, bosnios, eslovenos, croatas, kosovares) era en verdad el tubérculo al que debió haber prestado toda su atención científica durante años. Ahora ya era tarde. Nunca pensó que un día llegaría a convertirse en un paria, que de pronto se ve solo, cual bulto bajo la nevisca, rodeado de silencio, a unos pocos pasos de la raya fronteriza con Hungría.

La tragedia cainita de Yugoslavia ha dado lugar en literatura a una generación de escritores más o menos jóvenes o de edades medias. Todos ellos y con diverso estilo han publicado sus obras bajo el influjo de la guerra. Son los casos de Aleksander Hemon (inventor del término la bosniedad), Ivica Djikic, Velibor Colic, Miljenko Jergovic, Sasa Stanisic, Igor Stiks o Goran Bojnovic.

Pero hay otra generación anterior, nacida mucho antes del funesto final de una era común. Son aquéllos que sí pudieron vivir bajo un largo parapeto de paz creado por Josip Broz Tito, el inventor político de Yugoslavia. La muerte del prócer en 1980 irá degradando todo aquel paño de pueblos y naciones que se había forjado en los Balcanes tras la Segunda Guerra Mundial. A esta orla de literatos pertenecen Davka Ugresic (la contestataria escritora croata), así como los serbios Vuk Draskovic (polémico escritor y político), Dragan Velikic (autor de la excelente Bonavia, comentada en su día en estas mismas páginas) o el propio Brasnislav Djordjevic.

Lo recuerda Tamara Djermanovic en su Viaje a mi país inexistente. Nos hemos acordado de este libro nostálgico y viajero al acabar la novela. Cuenta la autora que antaño, en las escuelas de Yugoslavia, era obligatorio realizar una excursión patriótica por todas las repúblicas del país (Conoce tu patria para amarla más). Los colegiales yugoslavos viajaban como destino principal a Bosnia y Herzegovina. Era el lugar que reflejaba con orgullo el crisol cultural yugoslavo. Un puro esmalte que el destino se encargaría de triturar.

Ya se sabe que la nostalgia es una añagaza. Pero algo de aroma a nostalgia agria nos deja la novela de Brasnislav Djordjevic. Desde este lado del mundo no podemos saberlo. Pero quizá el mismo aroma debieron tener aquellas excursiones escolares que se hacían por entonces a través de la patria fallida.

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