Lectores sin remedio por Ramón Clavijo y José López Romero

Los sentidos

  • Cada libro tiene su olor, que el escritor le imprime de acuerdo con el contenido

'El perfume' (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de El perfume, además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos que aquellos sean. Quizá solo por El perfume se puedan entender novelas posteriores como Como agua para chocolate de Laura Esquivel (1989) o Chocolat de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del latifundista don Alejo en El lugar sin límites de José Donoso, o el olor irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de Plata quemada de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica Intemperie de Jesús Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de Tess la de los D'Urberville de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en Plataforma de Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en Chocolat (excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la película del mismo título). El siniestro Jean Baptiste Grenouille tuvo el acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre todo, olido. 

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