No ha de extrañar al que en estos días visita Jerez, si a la hora de encontrarse con aquel "Flamenco auténtico" que tanto se le ha vendido, se presume habita aquí, no se lo tope de cara de primeras. Ni juzgar severamente a los que no llegan a saciar su apetito con oficiales u oficiosos espectáculos despachados para cubrir expediente. Esquivo con quien forzando la situación lo busca, suele ofrecer sus bondades a aquel que de él sin condiciones se enamora. El Flamenco en Jerez es cuántico.

Y es que en una ciudad que se levanta según sople el Levante, bien anarquista, bien señorito, resulta fácil dejarse llevar por esa ceremonia de la confusión que es su gestión. Superada esta primera impresión, lo aconsejable es dejarse llevar, sin prejuicios, por su latir a compás de bulerías. Buena cuenta de esto dan quienes abarrotan peñas, tabancos y sucedáneos, desterrado ya el cartel de "Prohibido el Cante" en este su segundo advenimiento. Auténticos laboratorios del Flamenco muy a propósitos para que se dé su singular alquimia. Que a fuerza de compartir un espacio en el que a menudo se sacrifica la comodidad por mor del buen ambiente, atraídos entre oles y palmas, se comportan cual partículas subatómicas. Es la física cuántica del Flamenco.

Y el milagro acontece, se destierran las decepciones pasadas a resultas de espectáculos diseñados con la frialdad de la escuadra y el cartabón que en vano pretenden invocarle, el mal sabor del gato por liebre servido se disipa ante la exquisitez de un manjar para sibaritas muchas veces improvisado. En un instante esa autenticidad reclamada se materializa valiéndose de algún paisano anónimo, que mientras camina rumbo a no se sabe dónde esboza una soleá o un jondo quejío. Demostrándose que el Flamenco sigue dejándose ver en este Jerez imprevisible y cuántico de esta primera mitad del siglo XXI.

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