¡qué pequeños e ínfimos somos! ¡Qué insignificantes ante la majestuosidad, la fuerza infinita e incluso la misma cólera de la naturaleza! Nada ni nadie puede someterla.

Esta Madre Tierra que de vez en cuando nos manda una señal para recordarnos que está viva, que ella es generosa y nos da la vida, y nos ofrece un regazo, el suyo, en el que morar, pero al mismo tiempo nos hace ver que tiene su vida propia y que ella decide su propio destino, que se reequilibra por si misma, autónomamente y para ello, no cuenta con ninguno de nosotros. Es la ley básica de la vida: acción - reacción.

Experimentamos esta existencia sobre un ser viviente y activo. Y pobres de nosotros, que no sólo queremos controlarlo todo, sino que además nos lo creemos. Creemos que el ser humano está por encima del bien y del mal en este planeta, que podemos prevaricar a nuestro antojo sobre el mismo, que podemos destruir gratuitamente la capa de ozono y que nos podemos pasar tranquilamente por el forro el Protocolo de Kioto.

Menos mal que ahí está ella, nuestra Madre Tierra, nuestra guardiana, para seguir educándonos y ponernos en nuestro lugar, y hacernos ver y reflexionar, como buena madre que es, lo efímero de la existencia, de lo material y de la vida misma.

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