No alcanzo a comprender cuál es el placer que siente una persona cuando mata un animal silvestre, por muy legal y bien vista que sea -en determinados círculos sociales- la caza.

Miles de años de evolución genética, de selección natural, de ensayo/error y de lucha por la supervivencia en un mundo de constantes dificultades son cercenados en un segundo por un cartucho, una bala, una flecha o una piedra. Si hubiera una necesidad básica que cubrir no estaría hablando de ello. Esa es la historia de la vida en la Tierra: predador y presa luchan de poder a poder utilizando las mismas reglas de juego, sin trampa ni cartón.

La imperiosa necesidad de sobrevivir es la causa de todas las maravillas que la naturaleza ostenta y que, desde el origen de los tiempos, hemos admirado. Ingeniería genética que ha generado -y genera- adaptaciones morfológicas únicas, capacidades sensoriales extraordinarias, habilidades inéditas o evoluciones fisiológicas increíbles. La vida no deja de darnos lecciones.

Pero en este asunto no caben argumentos simplistas ni posturas radicales. Es obvio que existen cazadores sensatos, implicados en la conservación de la naturaleza y que cuidan con mimo durante los doce meses del año su finca, haciendo lo imposible para conseguir territorios vivos, con predadores, con presas, con cartas limpias y sin trampas ni venenos. Un trabajo que requiere un esfuerzo constante que no hacen muchos urbanitas de portátil y sofá.

Pero también conozco casos flagrantes de coteros sin escrúpulos que deberían estar en la cárcel; de carajotes recién llegados que se visten de verde y caqui en una boutique, cogen el todoterreno y salen a disparar a todo lo que se menea; y de empresarios cinegéticos o dueños de fincas que han convertido paraísos naturales en desfiladeros de animales a los que sólo hay que apuntar, para satisfacer al desgraciado que viene de la capital a matar sus frustraciones e inseguridades diarias tiroteando ungulados como si estuviera en un puesto de feria.

Se han llegado a suspender campeonatos de caza por falta de perdices, la tórtola europea ha perdido el 80% de su población en Europa porque se han llegado a cazar sólo en España más de 700.000 tórtolas anualmente, y continuas amenazas ayudan a que nuestras especies desaparezcan. La caza de 12 millones de aves al año y la degradación ambiental dejan a España sin el 30% de sus pájaros, y a ello hay que sumarle la erosión del suelo y el envejecimiento de las masas forestales que genera la sobrepoblación de herbívoros en fincas malladas o la proliferación de tratamientos fitosanitarios en millones de hectáreas de cultivos.

La gestión cinegética puede jugar un papel clave en la conservación del medio natural, pero las federaciones que agrupan a más de un millón de cazadores y ocupan el 80% del territorio español tienen la enorme responsabilidad -y una oportunidad de oro- para hacer que la caza sea compatible con otros usos del territorio y con la conservación de las aves y sus hábitats. También de formar a guardas, cazadores, rehaleros, coteros, gestores cinegéticos, propietarios y empresarios a practicar esta actividad en favor de la biodiversidad que, de continuar así, esquilmaremos hasta hacerla desaparecer a golpe de redes, veneno, cepo y gatillo.

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