Ayer, mientras desayunaba en un bar, me zampé también, como prácticamente todos los españoles estos días, los altercados ocurridos en Barcelona entre policía y manifestantes independentistas, la mayoría de ellos jóvenes, a las puertas de la sede de Economía. Total, que me sentí realmente triste al ver el panorama, las caras de odio, los enfrentamientos... Básicamente, eso fue, no lo podría resumir de otra forma, sin análisis políticos, sin remontarme a los orígenes de estas reivindicaciones independentistas, sin hacer un repaso a quién lleva razón o la deja de tener. Tendí a simplificar. Le llegó luego el turno a la vergüenza ajena, la que me comí con aceite y tomate y casi se me atraganta. La noticia se extendía sin fin en la televisión del Fogón y las imágenes se repetían cada vez que se daba la información. Me ceñí a bajar la cabeza y a decir que no como hacen los perritos que se colocan en el salpicadero del coche. ¿Cómo es posible que esto esté ocurriendo?, pensé. El broche lo puso la incertidumbre. Pagué y me fui. Volví a lo mío. Y digo yo, ¿a alguien de Cataluña le importa 'lo mío'?

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