Análisis

Felipe Morenés Giles

Réquiem por un árbol centenario

A continuación de un terrible periodo de sequía, el cual ha estado al borde de arruinar la cosecha de cereales de España, matar de hambre a cientos de animales en las dehesas y serranías, arruinar la economía de las huertas murcianas y almerienses, estamos en el extremo opuesto. Atravesamos un periodo de temporales casi bíblicos. Las olas devoran nuestras playas arruinando no pocas economías del turismo, versus hoteles, chiringuitos de playa etc. Así es la naturaleza: impredecible. Se balancea de un extremo a otro sin intermedios.

La noche del sábado tres al domingo cuatro fue terrible de lluvia, truenos y rachas de viento. Descargó sin piedad sus furias la naturaleza. La tarde anterior había viajado a Ronda y pude comprobar cómo el caudal del río Guadalete bajaba de Grazalema, después de pasar por Zahara de la Sierra, caudaloso alimentando las reservas del pantano de Bornos. El fantasma de la sequía ha desaparecido temporalmente, pero hay que administrar el líquido elemento prudentemente.

El domingo acudí a la temprana misa en la Basilical de la Patrona Mercedaria que oficia el sabio fraile Don Felipe Ortuno, O.M. - siempre certero en sus homilías - para además contemplar la réplica de la sábana santa que envolvió el cuerpo de nuestro señor Jesucristo.

En la avenida Álvaro Domecq comencé a ver los estragos del temporal; una palmera desmochada por en medio, pinos partidos y muchos más destrozos. En la plaza Mercedaria, dos pinos que vigilaban la torre al albarrana de la muralla medieval, habían caído sobre una farola causando un descalabro. Los bomberos y los empleados del Ayuntamiento no daban abasto a restablecer el orden. Todo era un caos.

Más mi sorpresa, mi dolor por la pérdida de tanta naturaleza dañada se vio sobrepasado cuando vi abatida la hermosa encina que junto otra hermana suya, vigilaban la esquina de la calle José Cádiz con la avenida Álvaro Domecq. A mi gusto, así lo he comentado con mi amigo Manuel Barcell, éste era el árbol más hermoso de las calles y plazas de Jerez.

Recientemente, Barcell en su interesante columna en la cual nos describe cosas de la naturaleza y la fauna, informaba de la inmensa banda de estorninos que diariamente acudía a pernoctar en este grandísimo y antiguo árbol. Yo ya lo había comprobado. Le escribí comentándole la historia de este árbol; discutíamos si era un roble o una encina. Este árbol y otros más - algunos desaparecidos - estaban en la propiedad de mis antepasados los Garvey, en la finca donde se alojaban sus caballos de carreras. Allí hubo unas preciosas cuadras, adyacentes al Hipódromo de San Benito, que después estuvieron alquiladas por el Ministerio de Defensa, para alojar caballos sementales. Finalmente, como muchos edificios históricos de Jerez, acabo derribado y devorado por la voracidad urbanística.

La vieja encina, muerta y rota, mostraba un corazón enfermo, podrido. Supo llevar con discreción y dignidad su enfermedad sin dar muestras de ella. Produciendo sombra, bellotas y sirviendo de dormitorio para miles y miles de aves: para solaz y admiración de los Barcell y Morenés admiradores de las maravillas de la naturaleza.

Cuando vi su inmensa corpulencia derrotada, esparcida por suelo; las sierras mecánicas troceando su hermoso cuerpo inerte, sentí una especial congoja. El espacio que ocupaba desolado y vacío, expuesto y sin personalidad.

Por eso he escrito este artículo de despedida a este centenario árbol que, inmóvil, había visto pasar el tiempo por debajo de sus ramas; los magníficos caballos pura sangre de Garvey, los coches de caballos; más adelante los automóviles, la marea negra y sucia del alquitrán. Ahí estuvo docenas y docenas de años, silencioso y observador, hasta que esta terrible noche marceña un huracán le arrebató la vida pereciendo víctima de un furioso temporal. Descansa en paz. Tengo plantados dos hijos tuyos en mi campo de bellotas tuyas que recogí. Ellos serán tus sucesores.

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