Análisis

Francisco A. García Romero CEHJ y Academia de San Dionisio

La Sábana Santa mercedaria en el recuerdo de Dolores

Hace poco he tenido ocasión de hablar en público, una vez más, de nuestra jerezana y mercedaria copia de la Sábana Santa de Turín (y, antes, de Chambéry). Como en esa conferencia lo fueron mis palabras, vayan ahora estas líneas dedicadas a la memoria de mi buen amigo Alberto M. Cuadrado Román (manibus date lilia plenis; Virgilio, Eneida VI 883), que con su solidez investigadora y su pasión por nuestra historia desenmarañó no pocos misterios sobre el lienzo y su preciosa arca. También mi colega Jesús Caballero Ragel es muy responsable de todo lo que hoy sabemos y, por supuesto, mi amigo el comendador de La Merced, fray Felipe Ortuno. A ellos y, recientemente, a Juan Antonio Moreno Arana, colosos de la cultura, Jerez debe estarles agradecido por sus aportaciones al tema que nos ocupa.

Pero permítanme hoy un añadido que no es moco de pavo. Cuando supe en su momento que la última vez que se menciona la reliquia en la prensa de nuestra ciudad es, que sepamos nosotros, el 15 de agosto de 1934 (en un artículo que firmaba D.ª Isabel García Pérez), pensé que todavía alguien debía recordar la exposición de la Sábana, que se llevaba a cabo (antiguamente en la fiesta tradicional de agosto y en Jueves o Viernes Santo; y con posterioridad parece que siempre en agosto) con un estricto ritual y que, sin duda y a tenor de los comentarios periodísticos, constituía una solemnidad importante y muy concurrida. No es de extrañar que, con la que estaba cayendo en aquella década, el acto dejara de celebrarse a la espera de tiempos menos convulsos. Lo cierto es que (y es muy curioso, desconcertante casi) los jerezanos nunca más volvieron a contemplar la ceremonia y la reliquia quedó sumida en el olvido.

Mis padres, Antonia y Manuel, y mi tío Eugenio ya cuentan nueve décadas, pero con toda su magnífica lucidez, nada podían decirme al respecto. Había que buscar, por tanto, a alguien de más edad, porque en agosto de 1934 mi madre y mi tío tenían siete años y mi padre ocho. Así lo dije en la susodicha conferencia y, mira tú por dónde, el párroco de San Pedro, don José Hachero, que allí estaba, me informó de que quizá una feligresa de ciento un años podía poner algo de luz en nuestro camino. ¡Y vaya si la ha puesto!

Doña Dolores Figueroa Mayo, con una sonrisa cautivadora y con una memoria y claridad mental que sorprenden, recuerda con prodigiosa exactitud la ceremonia. Se acuerda perfectamente de que, como en aquella última cita de El Guadalete podía leerse, la manifestación se hacía el último día de la novena (que el periódico reseña en agosto, en la fecha tradicional, y otros años, por ejemplo en el 33, en septiembre) y que no había procesión de la Virgen. En efecto, el historiador Juan de la Lastra en su conocida obra La Merced, Patrona de Jerez de la Frontera (1973) ya escribió que en algunos de esos años no hubo procesión, como por otra parte cabía esperar (ya en 1940 sí la recoge el historiador).

Pero doña Dolores es un libro abierto y nos revive con admirable precisión todos los datos que Alberto M. Cuadrado consignó en su documentado artículo 'La Sábana Santa de la Merced. La Sacra Síndone de Jerez', en la revista Asidonense (n.º 6, 2011, pp. 305-326), pero además otros muchos y muy sabrosos. En efecto, nos dice que no eran los frailes los que se encargaban de la ceremonia. ¡Claro!, no estaban en Jerez desde agosto de 1835 (cuando la exclaustración y desamortización) y sabemos que no volvieron hasta julio de 1940. Rememora que, de una forma muy "misteriosa", como ella misma califica, tras el rezo de la novena, los cantos y un elocuente sermón, la sábana se desplegaba, como consta en los documentos, atada a dos varas y que el pueblo pasaba por delante muy devotamente, con enorme unción, deseoso de tocarla y besarla, pero que los ministros (sacerdote y diáconos) allí presentes, muy rigurosos, no se lo permitían a nadie, seguramente para evitar el deterioro de la reliquia.

Y de nuevo con pasmosa facilidad se acuerda de que el sacerdote se llamaba don Rafael. ¡Claro otra vez! Se trataba de don Rafael Serrano Calderón, el entonces capellán de La Merced, importante personalidad, canónigo y organista de la Colegial (entre otros cargos que ejerció, como el de capellán de la cárcel, y así me lo refiere su sobrina doña Mercedes Toledano, colega en las labores de la docencia, a quien agradezco su amabilidad).

En fin, tras la amena e instructivísima conversación con mi centenaria informante, me he dado cuenta de que la historia no solo es maestra de la vida, es también, entre otras cosas que escribió Cicerón, luz de la verdad. Y es esa luz la que todavía irradian la sonrisa inteligente y la humilde grandeza de doña Dolores Figueroa Mayo.

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