Siempre ha sido mi hora preferida. Y no me pregunten la razón. Pero cuando uno alza el vuelo y sueña con cofradías, siempre me viene a la mente un cortejo atravesando un barrio por la tarde. Todo parece que huele a nuevo y las túnicas de los nazarenos están limpias y bien planchadas. Los claveles rojos de los calvarios brillan refulgentes y la cera de los palios, a pesar de no percibir su llama encendida, me gusta verla confundirse con las cal de las fachadas de fondo.

Las tardes de cofradías son una maravillosas. Es el momento de la mayor ilusión para un cofrade cuando se escuchan los goznes y se abren las puertas; o cuando apenas se deja ver el dorado de los canastos cuando una corneta solitaria marca el comienzo de la marcha real.

La luz invade cada rincón de cada cortejo. Y hay tardes, cuando pasas por el barrio viejo, que se cuela el aroma de un café de pucherete que sale de cualquier ventana.

Los reposteros de terciopelo brillan en las balaustradas con motivos y escudos. Y los mantos de las dolorosas se expanden en la tarde con ese color ocre que le da mayor majestad si cabe a la Reina de los Cielos.

Las bandas suenan con más fuerza y los bares están abiertos. Puedes degustar una torrija tras perder los candelabros de cola de una cofradía que se escapa de la vista.

Las noches son para los gatos. Aunque una cofradía bien plantada gusta a todas horas. Sin embargo, hoy me posiciono en la tarde calurosa de una jornada de Semana Santa. Suele oler a barrio y sabe todo a comienzo. Me posiciono en la tarde de cualquier día de la Semana Santa. Bien sea con la Borriquita o dejándose caer la Veracruz cuando llega a Chancillería. O la tarde del Soberano Poder comienzo metros por la avenida de Europa o la Candelaria cuando asoma en su barrio de La Plata.

Me quedo con la tarde de cofradías. Aunque no les extrañe que dentro de tres semanas escriba sobre la madrugada. Vale; considérenme un cofrade globalizado.

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