Viajar es uno de los placeres de la vida. Lo es porque nos permite vivir varias vidas en una. No hace tantas décadas lo más lejos que llegaba un hombre era al cuartel donde prestaba el servicio militar. Después volvía al pueblo donde formaría una familia y moriría no sin antes haber narrado cientos de veces el día que, por ejemplo, vio el mar en Alicante. Hay muchas formas de viajar. Podemos hacerlo volando, para los más ansiosos; o en coche, para quienes gustan del eslogan publicitario "¿te gusta conducir?"; o aquellos que deciden hacer del viaje parte de su vida. Y ahí, realmente, el tren no tiene competencia. Porque ni el coche ni el avión son tu casa... pero el tren (y más aún si se trata de un viaje largo) sí que se convierte en tu hogar. Vivir, viajar, comer, beber, reír, dormir, soñar... A cada año que pasa más me reconozco en esas personas que hacen del ferrocarril parte de su filosofía de vida. Debemos comprender que hay máquinas del tiempo: dormirte en una litera en Madrid y amanecer cerca de París. Una maravilla. ¿No?

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