A Jesús se le acercaban para oírle los pecadores y los recaudadores de impuestos, es decir, lo peor. Los fariseos murmuraban, pero Él les daba cariño y comía con ellos.

En la Unión de Hermandades de Séforis había dos cofradías en el mismo templo. Una era de negro, seria. Ni hablaba, ni se le oía. Tenía un paso muy viejo y espartano que montaban, con dos cardos borriqueros, el día antes de la procesión. Aunque no contaba con muchos hermanos, ayudaban abnegadamente en el archivo parroquial y eran activos colaboradores de la Cáritas.

La otra cofradía era una verbena. Multitudinaria a ratos y escandalosa siempre. Organizaban actos piadosos que invadían el templo y lo convertían en una auténtica feria, y no de las litúrgicas. Gozaban de un buen patrimonio que renovaban permanentemente. Se hacían acompañar de las mejores bandas musicales del momento. Era sabido que no se podía contar con ellos para ninguna actividad religiosa, formativa o asistencial. Ni siquiera ayudaban para tapar las goteras de un viejo templo que se resistía a claudicar. Pero tenía su gracia…

Un buen día, esta cofradía alegre y dicharachera, harta de goteras, gozosa de su poderío y ávida de independencia buscó el solar preciso y labró su santuario. De su antiguo templo arrancó hasta el altar y, antes de irse, sus hermanos sacudieron las sandalias como recomendara el Señor. La otra cofradía estoica siempre lo vio como un desaire y una jugarreta.

Pasaron los años y, en una Semana Santa de estas que llueve a manta y cántaros, la alegre cofradía se vio envuelta en un diluvio justo frente a su antigua sede. La puerta de aquella iglesia se apareció como el Templo de Salomón y, bajo un aguacero inenarrable, el Diputado Mayor de Gobierno golpeó las aldabas suplicando asilo pluvial.

El encargado del Templo que los había visto llegar -sobre los pies-, a sones de 'Reina de San Román', en lo peor de la mojada, hizo oídos sordos. No salió corriendo a recibirlos, ni los besó efusivamente. Tampoco buscó el novillo cebado ni preparó vianda alguna. El Hermano Mayor de la otra cofradía aburrida que estaba preparando la Pascua le espetó: ¿Ahora va a entrar esta recua alterando la paz del templo?. El encargado dijo: Llevas razón. Esta hermandad se fue llevándose lo suyo, sin importarle las goteras de la Iglesia, desmontando el altar y sacudiéndose las sandalias. Se han echado a la calle sabiendo que podía llover y ahora quieren desorganizarnos la casa.

Además, si los dejara entrar se habrían de ir en cuanto yo lo diga. Y si está lloviendo, cuando yo lo diga también. Habrían de limpiarlo todo, pero todo, todo. Y pagar las horas extras de los acólitos, sochantres y sacristanes. Deberán poner vigilancia privada para los enseres, porque no nos vamos a responsabilizar de ellos.

Cuando todo ello hubo pensado y dispuesto estuvo a reclamarlo, quiso el buen Dios que la tormenta cesara y una claridad celeste se abrió paso. El Diputado soltando la aldaba volvió la cara a la Santísima Virgen, mientras el Fiscal mandaba interpretar Virgen de las Aguas. La cofradía se dio media vuelta y marchó heroica a su Templo.

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