La alegría de los años del ladrillo no trajo solo un mar de adosados y de suculentas ventas de suelos rústicos bajo promesa de onerosas reclasificaciones urbanísticas -es el término correcto en lugar de recalificación, todo sea dicho-. También hubo una fiebre por los palacios de congresos porque hay quienes vieron en estas instalaciones la fórmula anhelada para tener unas cifras de ocupación hotelera relativamente estables durante todo el año. Pero aquel maná, como otros muchos, se acabó diluyendo por la tozuda realidad. El turismo de congresos tiene un alto valor, especialmente por el gasto medio que genera, pero las ciudades con palacios de congresos no han mejorado exponencialmente sus niveles de ocupación. Es más, este tipo de turismo ha sufrido un importante decrecimiento en los últimos años, según cifras oficiales de la Consejería de Turismo. Jerez quiso tener el suyo pero el estallido de la burbuja, unido a la elección de una firma con pies de barro, acabó dejando solo una estructura de hormigón que se ha convertido en un elemento más del paisaje.

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