La indiferencia es el peor enemigo. Ya nos lo relataron sabiamente cuando nos contaron aquello de "vinieron a por los judíos y no hice nada... ahora vienen a por mí". De todo el jaleo catalán, del monotema monocorde como un canto gregoriano insoportable, lo mejor ha sido la reacción. No ha habido indiferencia. Si hubiera existido nos habríamos convertido en algo raro y extraño, pero esta nación, la primera de Europa en su conformación como Estado, se habría disuelto como un azucarillo en malas leches hirviendo. Y les cuento esto porque, remitiéndome al principio, la indiferencia es un enemigo que en principio despierta amistades del tipo "no dice nada, por tanto es de los míos". Si algo debemos hacer, como seres humanos y sociales, es levantar la mano, advertir de los peligros, de los riesgos que entraña nuestro camino en común y adoptar medidas. Muchos pensarán que ya se hace, pero cabría preguntarles que lo honorable es hacerlo sin intereses espurios, es decir, sin buscar un sueldazo a cambio. Y vaya si los hay. ¡A porrillo!

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