Termina el verano y se deja atrás un mes de agosto que nos hizo estremecer con el atentado terrorista de Barcelona, donde el sábado pasado se dieron cita las autoridades para unirse a una marcha que pretendía solidarizarse con las víctimas pero que terminó siendo un escaparate político.

Se han visto gestos y se han escuchado palabras de condena al terrorismo, pero todo tiene un sonido hueco y un trasfondo utilitario. De nada sirven las veladoras y las flores. Siempre me ha parecido que los actos post mortem se asemejan al papel mojado. No sirven para nada. No consuelan a los deudos. No reparan el daño. Son solo un pretexto para que se luzcan aquellos que están en el podio de turno.

El terrorismo es uno de los rostros del mal que se cuela en nuestras vidas sin apenas darnos cuenta, como lo hace la humedad en los muros. No hay nada que justifique que un joven se convierta en terrorista. Ni su corta edad, ni si son manipulados, ni nada. Son negras sombras adiestradas para destruir, para apagar cualquier luz y dejar tinieblas a su paso.

Los terroristas son una de las consecuencias de las sociedades enfermas en las que nos vemos inmersos, empeñadas a toda costa en mantener altos niveles de ignorancia, dejando de lado no solo el conocimiento y la razón, sino también el desarrollo de la empatía, el aprecio por la vida y el origen binario de la creación.

Cada uno puede sacar sus conclusiones, pero para mí la oscuridad actual es la falta de Dios, la carencia de valores y la inexistencia de una formación integral que abarque el cuerpo, el alma y la mente. Se vive en comunidades donde la dimensión humana desaparece tras una fachada de apariencias donde campan a sus anchas la estupidez y el hedonismo.

Creo que habría que plantearse el retomar una forma de vida basada en principios que hasta hace unos años regían la moral y las normas de convivencia, pero que sucumbieron ante un progreso mal entendido cuyo resultado es, a todas luces, doliente.

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