Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Aburridores

Están convencidos de que su vida es una sucesión de acontecimientos que deben ser conocidos por los demás

Hay gente, demasiada, a la que no le da miedo aburrir. Y debería ser tan intenso como aquel temor de Dios que nos inculcaron a algunos de pequeños. Si lo tuvieran, aunque fuera un poco, la de ratos de aburrimiento que nos ahorraríamos. Se trata de individuos que se aprovechan de la cortesía y de los buenos modales -y del aguante, sobre todo del aguante- de los demás, de sus víctimas. Pero me temo que nos los merecemos. Quiero decir que en vez de cortar rápido, de un tajo, y dejar al aburridor colgado de toda esa mierda suya que nos está soltando, por no sé qué reparo a quedar como un grosero, no sólo permanecemos callados y atendiendo, sino que somos capaces de asentir, incluso de sonreír una ocurrencia y hasta de reír un chiste -y otro y otro y otro- aunque sea más malo que un dolor en medio de la noche o de aplaudir un discurso que freiría hasta a un sordo sin remedio (si bien es cierto que si se pone atención en no pocos vibrantes y encendidos aplausos puede descifrarse entre el tronar de las palmas el "por fin ya ha terminado este tío").

El aburridor, así, jamás tendrá conciencia de la tortura a la que somete a sus oyentes. No cree que tenga víctimas. Jamás se le ha pasado por la cabeza. Y si lo hace carece de empatía. Es un psicópata que disfruta con el aburrimiento ajeno. Es el síndrome de Forrest Gump: hay una legión de sujetos convencidos de que su vida es una sucesión de hitos y acontecimientos sin parangón dignos de ser conocidos por los infortunados que tienen la desdicha de estar a su alcance. Pero lejos de la fantasiosa odisea que narra el tonto del cine, la vida de estos aburridores es una boñiga que se reseca y se pudre y apesta más y más cada día que pasa. Da igual, no les importa, al contrario: en su convencimiento de que poseen el don de la gracia y de que cualquier hecho irrelevante de su vida cotidiana debe trascender mucho más allá de la puerta de su cuarto de baño, estos tipos te narran el hallazgo de la sorpresa del huevo Kinder como si hubieran descifrado la piedra Rosetta.

Lo peor es que no hay estamento social que esté a salvo de estos profanadores del entretenimiento -y lo que es más grave aún, de la calma- del prójimo. Sea cual sea su clase, su profesión, su educación, su negocio, su nivel intelectual, su influencia o su cuenta corriente, el aburridor tiene una prioridad: aburrir. Y se la curra a fuego lento en la tribuna de un Parlamento, en la oficina, en la barra del bar y hasta en la coyunda.

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