Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Ángulos muertos

ESTA columna es un ejercicio de admiración y de agradecimiento. Si César Vallejo pidió en un famoso poema perdón por la tristeza, quizá convenga ahora pedir comprensión por el deslumbramiento y, desde luego, indulgencia por el entusiasmo, pues no son los nuestros tiempos propicios para el fervor civil ni la alegría, sino para la inquietud y para un tipo de egoísmo inspirado menos en la ambición personal que en el miedo a perecer en el desastre. He tenido el privilegio de escuchar dos de los temas principales de Solo en o compañía de otros, el nuevo disco que Miguel Ríos publicará a finales de mes. El primero de ellos, Memorias de la carretera, es una de esas canciones que escriben los grandes músicos para fijar los perfiles de su biografía, unas memorias mínimas pero que sintetizan miles de kilómetros de vida, con sus rectas, baches y arcenes traicioneros. Es un tema gozoso, pegadizo, una de esas canciones de fortuna que se adhieren firmemente a un autor y que no se despegan nunca y terminan por formar parte de nuestra memoria melódica.

Memorias de la carretera es, como El blues del autobús, una especie de road movie de un cantante de rock, un tema que trae ecos de películas como Easy Rider, París, Texas y de algunos los relatos de Sam Shepard. "Solo o en compañía de otros tipos como yo", escribe Miguel, "he recorrido las carreteras de mi vida para llegar a la patria común de un escenario".

El segundo tema es punto y aparte. En el ángulo muerto es una versión de la grandísima canción de José Ignacio Lapido, uno de nuestros mejores compositores y un magnífico intérprete. Es una canción desolada, íntima, pero no de ese tipo de solipsismo que inspira la cobardía. Todos hemos soñado alguna vez en convertirnos en el hombre invisible de Wells. Unos por pudor o por timidez; otros por astucia, y algunos más por desesperación. Pero hay también un tipo de invisibilidad sobrevenida, no buscada, que acontece muchas veces en medio de la multitud; uno mira el retrovisor y comprueba que ha desaparecido. La invisibilidad de los ángulos muertos no es producto de una disipación consentida sino de un confuso juego de espejos que nos reducen no ya a comparsas del mundo, como se suele decir, sino a algo menos que polvo de tocador.

Y en ese sentido la canción es una alegoría de la perplejidad, un himno para estos tiempos sombríos y desconcertantes en que los gobiernos del mundo restañan con dinero las heridas del capital mientras la gente baila por las esquinas agarrada a su hipoteca. "Cerraron el limbo y se fueron. / No vieron que yo estaba dentro / pidiéndole al camarero / los sacramentos y algo de beber". Salud a ambos.

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