LA imagen del Rey Juan Carlos uniendo las manos de Dani Pedrosa y Jorge Lorenzo ha sido la imagen del Gran Premio de motociclismo. El apretón, ejecutado a cuatro manos, duró un instante; lo suficiente para que una cámara grabara el momento del armisticio entre pilotos y lo difundiera a su audiencia millonaria. De dicha escena llama la atención la terquedad con que el monarca agarra a los muchachos de sus muñecas; al principio parece que se resisten, pero al final, con la maña del diestro en manualidades, logra juntar las extremidades durante un segundo de paz. Algo es algo, y ni les cuento qué dimensión alcanza si la firma del tratado se acaba de gestar ante los medios, pudiendo visualizarse con la misma trascendencia con que se presentan labores diplomáticas de insospechada magnitud.

A base de apretones ha sido cómo la monarquía ha hecho carrera. Hasta tal punto, que el año pasado la Casa Real llegó a entregar por primera vez un resumen de actividades internacionales. Destacaba el informe que en 2006 la Familia Real había realizado más de 300.000 kilómetros al servicio del país (casi ocho veces la vuelta al mundo). De todos sus miembros, el que más viajó fue el Príncipe con una marca de 198.104 kilómetros, en los que 39.622 estuvo acompañado por Doña Letizia.

Una vez concluida la prueba del mundial, y sin monarcas para resolver conflictos, ha vuelto el runrún de aficionados y hosteleros que añoran la época en que la emoción del mundial, así como los buenos momentos, se sentían en el trazado de una ciudad sin blindajes. Hemos ganado en seguridad tanto como perdido en romanticismo. Esto me recuerda a uno de los personajes de Alessandro Baricco en el libro "Esta historia", quien rememorando el tiempo de los circuitos urbanos decía que "ya no hay poesía, ni erotismo, ni nada. Corren mil veces la misma vuelta, como si fueran animales idiotizados".

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