Gateaba - rubio, entrañable, atrevido- por las alfombras del Pardo (sus Papás de visita oficial), mientras nosotros, como él, ensayábamos también nuestros primeros pasos, aunque lejos de la moqueta roída de aquel régimen de inolvidable defunción que nos regaló unos días de vacaciones en pleno trimestre inicial del curso. De uno de los cursos inaugurales de la EGB de Villar Palasí, para ser más exactos, a lomos de cuyo sistema educativo aprendimos las cuatro reglas, la oronda vacuidad de los conjuntos (la que nos dieron con los conjuntos) y a leer y a escribir: mañana, tarde y Permanencias, pero con maestros normalitos de la Extremadura profunda, en vez de con elegidos instructores particulares, como él; aunque seguro que tampoco sin merienda posterior de Tulipán, Cola-cao y partido de algo parecido al fútbol en mitad de algo parecido a una calle.

Después, bachillerato con planificados y difundidos viajes formativos al extranjero, como nosotros. Como nosotros lo de los viajes, digo, si en tu pueblo no había instituto o el único que había te obligaba a dos o tres transbordos diarios. COU en Canadá, y la voz de aquel jovenzuelo espigado y jovial, como el futuro, adquiriendo graves resonancias adultas en un inglés más perfecto que el nuestro de clases masificadas y pesados magnetófonos con ecos de ultratumba. Por ello sería que en su época de ligar, más o menos paralela a la nuestra, lo viéramos, indefectiblemente, junto a norteamericanas ricas, o a chicas de la aristocracia, o a rubias nórdicas (tan viajadas siempre) de esas que quitan el hipo y lo que haga falta. Con lo que nos costó a nosotros convencer de algo más a nuestra novia de toda la vida. De eso y de que nos esperase hasta que acabáramos la carrera, preparásemos oposiciones y empezásemos a enfilar la cosa esa tan seria de la edad adulta. No todos tienen la suerte de haber nacido con un puesto fijo en lo más alto sin competir con nadie, o de que le construyan una casa de ensueño donde la palabra hipoteca sólo aparece cuando juegan al Monopoly.

Pero los años locos se acaban para todo Cristo, a ver, y un buen día, cuando nadie se lo esperaba, también para él repicaron las campanas, y hubo unos cuantos niños con trajecitos monos revoloteando mientras de fondo sonaba música celestial, y también él terminó agotado meciéndose en un vals alrededor de una tarta de varios pisos. Lo mismo, salvando los detalles y el precio del convite, que la mayoría de la gente de su quinta.

Estremece sentir idéntico latido generacional que el de ese grandísimo de España que en estos días cumple cuarenta años. Como nosotros.

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