Iba a ser otro atentado al estilo del 11-M: con explosivos, con decenas de muertos y con una intencionalidad política que reventaría a pocos días del referéndum de independencia. En el chalé de Alcanar, ocupado por la célula terrorista a un banco, se cometieron dos errores. De modo fortuito, la carga explosiva le reventó a los yihadistas, la casa se vino abajo y perdieron la sustancia letal bautizada como madre de Satán. El segundo error fue de inteligencia policial, pronto se dieron por satisfechos ante el origen de una explosión de gas o una deflagración en un laboratorio de fabricación de drogas. Se perdieron 17 preciosas horas. Pero aun así el atentado iba a ser mucho peor. A la pérdida de decenas de vidas -las 14, una a una, son igual de dolorosas-, habría que sumar el trastorno psicopolítico de un país que estaría atravesando los momentos más críticos de la peor crisis institucional desde el 23-F. En los gestos de estos días se ha visto a muchos dirigentes nacionales tragar saliva -y supongo que sapos y culebras-, buenas caras, elogios desmesurados hacia el buen rollo entre los Mossos y las Fuerzas de Seguridad del Estado, la de veces que se han llamado Rajoy y Puigdemont: una situación de excesiva tensión que afortunadamente se ha salvado. Con excepciones: ese conseller citando a dos víctimas catalanas y "otras dos de nacionalidad española".

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