En la anterior columna, este que esto les escribe denunciaba el poco valor que se le concede a ciertos aspectos de la vida ciudadana. Comentaba el asunto de los semáforos y de los pasos de cebra; muchísimas veces meros elementos del paisaje urbano a los que muchos olvidan por qué existen y cuál es su utilidad. Hoy voy a insistir en una realidad a contracorriente que nos encontramos nada más salir a la calle. Ustedes, amables lectores, habrán podido comprobar el deterioro que se observa en la ciudad por culpa del poco civismo existente. Den una vuelta por cualquier calle y constatarán cómo la gente rompe sin piedad, ensucian a discreción y con la mayor impunidad, dañan el mobiliario, pintan con rasgos obscenos y dejan huellas de la más vergonzante incivilidad. Cuando se produce la más mínima concentración humana, la sucia desolación ocupará, cuando menos, las horas siguientes. Vayan a la Alameda Vieja cualquier domingo y comprobarán lo que escribo. Tras el mercadillo, la inmundicia abunda y se hace muy de notar. Allí, además, el vandalismo campa por sus respetos y deja su huella de incontrolable efecto. Las calles, del centro y de los barrios, están sucias, los desechos animales -también aquello de los que se dicen racionales- aparecen con mucha frecuencia. Observen las vías anejas a los bares de movida y sufrirán efectos olorosos y visuales que dañan la vista y corrompen el espíritu. No es edificante nuestro usual comportamiento. Todos tenemos culpa de que todo esto acontezca. Tampoco los que deberían ser garantes de nuestro bienestar desde el gobierno municipal ponen mucho empeño y diligencia en que la ciudad esté lo limpia que debiera y mantenga la entidad que sería necesaria. El refranero lo dice bien claro: entre todos la mataron y ella sola se murió; también viene al pelo: el uno por el otro y la casa sin barrer.

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