La pregunta que está estos días en boca de la mayoría es lo que estarán pensando en Suecia sobre las obras y excavaciones que están llevando a cabo en la campiña jerezana hacia el camino de Mesas de Asta. No solo estarán asombrados sino además extrañados de tanta bulla inesperada. No contaban con el arte que hay en algunos sitios para montar un fin de fiesta por bulerías sin previo aviso. Podemos asistir a reprimendas de todo tipo e incluso podríamos estar perdiendo muchas oportunidades, jerezanos y allegados, de que alguna vez nos otorgaran algún Nobel, pero a la vez podemos albergar muchas dudas sobre la pertinencia de las noticias que estén recibiendo en aquellas tierras del norte de Europa sobre el comportamiento de los habitantes de la zona en cuestión.

Se están colapsando los servicios de salud mental escandinavos, están llevando a cabo un análisis enfermizo sobre "google earth cádiz" y puede que estén pidiendo respuestas al Pentágono sobre el tema. Que se preparen los coreanos y demás posibles inversores porque será todo en vano. Lo que no saben los descendientes del mueble atornillado es que aquí se vive con el barril de fino y el mosto de la carretera de Trebujena en la garganta. Sean jornaleros sin horas extras, trabajadores de cercanías o intermediarios de los cabildos, las cosas siguen las pautas impuestas por años de solera y de filosofía realista de la vida. Ni tienen la razón los amos de la marquetería ni los más chulos del barrio. Resulta que, de manera recíproca, nos hemos recordado que todos somos parte de una naturaleza, en la que hay diferentes formas de entender la vida. Está bien que la globalidad acerque pueblos. Pero con gracia. Es cuestión de estilos, y en su caso, de ser consecuentes con el legado que se quiere dejar: estanterías de haya o catavinos de sol. Lo ideal serían bodegas de bricolaje y venencias al por mayor. La hipótesis de Darwin hecha añicos. Pero tranquilos, que el que viene de visita se queda para siempre. Al tiempo.