Barriga gorda

Iba a escribir contra la independencia haciendo un gesto unilateral de soberanismo extremo

Me preocupa la pérdida del concepto de autoridad en la política, en la educación, en la familia, en la crítica literaria, etc. Aunque si me hubiesen visto ayer, habrían deducido que me preocupa en teoría, porque en la práctica…

Tenía que escribir otro artículo sobre el nacionalismo catalán y estaba, por tanto, aburrido y abrumado. Mi hijo y su madre, con un ánimo incoherentemente festivo, se habían instalado en el sillón de mi despacho, y se mondaban. Para coger el tono, tuve que echarlos de la habitación con cajas destempladas y echar las puertas correderas que aíslan mi despacho del resto de la casa. Iba a escribir contra la independencia haciendo un gesto unilateral de soberanismo extremo. Al rato, oí las mullidas pisadas de los pies (planos) de mi hijo aproximándose descalzos y sigilosos a la puerta corredera. La corrió lentamente, si disculpan el oxímoron. Nada más que una rendija para disparar un tremendo: "¡Barriga gorda!" Las pisadas de su carrera de retirada ya no las oía porque las tapaba una risita reprimida a medias que crecía a medida que se aleja-ja, ja, ja-ba.

Debería haberme levantado enérgicamente a reñir a la criatura por esa falta de respeto (tan gorda) al pater familias. Pero, aunque no de la manera más delicada posible había dicho la verdad: tengo que ponerme a régimen. Todavía más que la falta de autoridad, me inquieta la falta de sinceridad.

Tenía que haberme levantado, no obstante, a explicarle que lo sincero no quita lo cortés, y tal. Pero también me pesó (además de la susodicha barriga) que a los de Murcia (como mi madre) se les llama "barrigas verdes", y tuve un dulcísimo recuerdo. Repuesto del cual me puede haber levantado aún a reñirle, pero pensé que su propósito no fue ofenderme sino vengarse de mi apartamiento. Mi hijo luchaba contra mi independencia. Eso me emocionó. Recordé al tendero que fue a protestar a la madre de Eugenio d'Ors porque el niño le insultaba. "Ay", dijo la madre, apurada, "y ¿qué le dice?". "¡Comerciante!". "Pero si usted lo es, ¿no?" A lo que el tendero explicó: "Lo malo, señora, es la intención". Mi caso era el contrario: la intención de mi hijo era lo bueno.

Por último, si echaba a correr detrás de él con gritos amenazantes y gozosos, cualquiera volvía después a escribir de la Diada. Me amarré al duro banco. Pero me quedó una duda amarga. ¿No tendría que haberle dicho algo al niño? ¿No había hecho un Rajoy?

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