CON la llegada de la Semana Santa, las iglesias se convierten en los santos lugares donde más besos se dan por metro cuadrado. Reconozco que las estadísticas pueden fallar, y que el comentario sea algo malicioso, pero los hechos son evidentes, y en cierto modo, precisan una observación frente a la vigilancia que sufren, a fecha de hoy, los besos que se dan fuera, en la calle.

Quizá estas divagaciones sólo sean los primeros efectos de la primavera anticipada que se respira ya en el ambiente, y que empieza a modificar conductas intachables. El paso de estación llega incluso a alterar el comportamiento de señoras con posibles, a quienes, a hurtadillas, se las ve robando ramas de naranjos a los jardineros municipales que podan los árboles del centro.

Sí que hay algo nuevo en el ambiente: una confluencia de aromas y sensaciones que crea el escenario de la Semana Santa. Un escenario en el que se instalan palcos, sobre el que nunca se echa el telón, por el que desfilan tallas de excepcional belleza, capaces de enamorar y conmover tanto por calidad artística, como por devoción religiosa.

Tanto es así, que estos días en los que se vive un preámbulo de primavera y Semana Santa, un rosario de personas acude a los besamanos para sellar en un instante, con beso ciego, la herencia de la identidad cultural andaluza presente en tantos otros momentos, y que nunca ve posible una opción a réplica. Se ha hablado de besamanos, como también podría haberse hablado de besapiés, y sin embargo no se ha hecho, por decoro, por no pensar lo mismo en que están pensando los demás.

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