Lo que tenía que pasar, pasó. Lo mismo en Barcelona, que en Madrid o Sevilla. O vaya usted a saber si en alguna ciudad más pequeña como Jerez o San Sebastián, pongamos por caso. Evitar la masacre de estos indeseables es tarea casi imposible, por más que contemos con una de las policías más eficaces del mundo (todo ello, a pesar de las limitaciones en medios y recursos humanos).

Recomienda a todo esto, el señor ministro del Interior, don Juan Ignacio Zoido, que los ayuntamientos estudien la posibilidad de colocar bolardos y maceteros en las entradas y salidas de las calles peatonales, para evitar que a algún majara le dé por alquilar un coche y montar el número en nombre de Alá, la Guerra Santa contra el infiel, o el que inventó el ajo campero.

Veremos qué se decide en Jerez, porque la calle Larga no son Las Ramblas, ni la Puerta del Sol, pero un día entre semana, por la mañana, hay gente como para que nuestra ciudad salga en los periódicos de todo el mundo. Es obvio que la solución pasa por unas pilonas, porque los bolardos y maceteros colocados de forma fija impedirían la entrada de coches de emergencias sanitarias, policías o bomberos.

Si quieren que les diga lo que pienso, no estaría de más poner algo de seguridad en nuestras calles, aunque puestos a liarla, los terroristas te la montan lo mismo en una calle, con una furgoneta, que en un bar con un cuchillo jamonero. Todo es cuestión de suerte (de mala suerte) y de que la policía neutralice al psicópata de turno con una ración de plomo antes de que se líe a mandar infieles al otro barrio.

Yo no tengo miedo, la verdad. No es que esté tan tranquilo, pero como decía mi madre, donde está el cuerpo está la muerte, y además, mucho me temo, esta situación va a prolongarse, mucho, pero que mucho tiempo. Que no nos toque.

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