Los nostálgicos, más bien melancólicos, de los tiempos revueltos de la Historia de España han retomado ideas caducas para ganarse la vida. Se la ganan mejor que la inmensa mayoría de los españoles, excepto los ingenuos y pusilánimes que se conforman con la ilusión de darles sentido a unas vidas grises que seguirán sin tenerlo. Vuelven los bolcheviques con su miseria a cuesta, ya no son "los desheredados, los proscritos del sueño", sino jóvenes bien comidos que han pasado por la universidad como si hubieran ido a la escuela del maestro Liendres. No sus dirigentes, que son por lo menos listos. Les gustan las dictaduras por la soberbia de pensar que solo ellos son capaces de instaurar regímenes justos. Lo piensan de verdad, que es lo peor. Luego no pueden, y no porque la economía en las modernas utopías acabe en desastre, sino porque las dictaduras, y aquí entran todas, aburren tanto que gran parte de la disidencia lo es por aburrimiento, pero también están los disidentes peligrosos, aquellos que desean ser libres en sus vidas particulares. El ser humano es así, social y sociable, sacrificado cuando llega el momento por el bien común, unido y leal ante el enemigo exterior, pero que no le impongan cómo tiene que pensar y vivir en su orden privado. El estado totalitario tiene medios sobrados para borrar de la existencia civil a los desafectos, incluso a negar que hayan existido alguna vez, pero llega un momento en que tampoco puede. Son demasiados, unos se recrecen en el castigo y otros guardan silencio para evitarlo y, al fin, como todas las dictaduras, acaban putrefactas y sin salida. La de la URSS duró tanto porque el padrecito Stalin quedó en el bando vencedor en una guerra contra su hermano ideológico Hitler.

Los bolcheviques han renacido en España donde nunca hubo demasiados. Parecen como esas enfermedades que se dan por extinguidas y de pronto aparece un brote inesperado en un país pobre. La tentación de ejercer un poder dictatorial en nombre del proletariado, ahora "la gente", es demasiado fuerte como para no sucumbir. Ser vicario de una muchedumbre debe trastornar a cualquiera, sobre todo si cree tener la altura moral para decidir el bien y el mal y lo que conviene a la muchedumbre. Lo más de temer de ellos es que nos quieran hacer felices. ¿Cómo? A la fuerza, naturalmente. Cuando los veo y en especial cuando los oigo tengo la sensación de estar viendo un documental de autor tendencioso que recuerda el aniversario de las Brigadas Internaciones, voluntarios ingenuos en tierra lejana y extraña, y se olvida de otro aniversario, el de los muertos húngaros en su país y en su casa por los invasores comunistas rusos en 1956. Oigo y veo el aplauso de la plebe.

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