El paso de los años ha cambiado mis preferencias, mis gustos. Aunque no por ello devalúo ni menosprecio según qué cosas. Me pasa con la Navidad y me pasa con la recién terminada Semana Santa. Sí, amigos, quienes me conocen desde hace mucho tiempo saben que yo era de los que miraba el cielo desde el Viernes de Dolores en busca de alguna nube inquietante que fastidiara la Semana Mayor. También volvía con los labios al instituto, después de un domingo de besamanos, como un negro tras cantar el "Only You", de los Platters durante ocho horas.

Pero todo esto pasó. Casi nada de la Semana Santa me interesa, salvo, por supuesto, la manifestación artística, el aluvión de sonidos y aromas, y esas imágenes irrepetibles de un palio o un paso de misterio pasando por calles donde parece imposible que entren. El resto, de verdad, no me llama la atención lo más mínimo.

Pero hete aquí que este año, a falta de la lluvia (afortunadamente) ha habido otras cosas que me han llamado la atención. Verbigracia: el descontrol (no entro ni salgo en de quién es la culpa) con el tráfico, el bus, (menos que fue solo eso, un bus y no un loco en nombre de cualquier ideología religiosa o política) por mitad de un cortejo, el caos con los peatones en la calle Larga, o ese absoluto disparate de sacar pasos a la calle desde el jueves, penitentes incluidos.

También me ha llamado la atención las pocas veces que he salido, hubiese coches aparcados por donde estaba pasando alguna hermandad. Esto sí que no recuerdo haberlo visto jamás. Deslucimiento absoluto amén de una falta de medidas de seguridad preocupantes.

Y para terminar dos cosas. Uno: el mejor indicativo de la cantidad de gente que se busca la vida como puede en esta ciudad asolada por el paro y la miseria, es el batallón de cochecitos de chucherías a la salida o entrada de alguna hermandad. Cada año van en aumento, o eso parece. Y dos: la pregunta del millón: ¿por qué se montan los palcos con un mes de antelación en algunas zonas del centro, cuando es algo que se monta en unos pocos días?

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