HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Por la Candelaria

YA escribí hace unos días que este invierno no nos va ahorrar ninguna penalidad. Son las diez de la mañana (de ayer para el lector) y aún es de noche dentro de la casa y apenas ha amanecido en la calle. Lleva horas lloviendo con monotonía y sin descampar. "Cuando la Candelaria plora, invierno fora"; o "Febrero empapado, invierno pasado"; o bien "Agua de febrero, llena el granero", refranes todos que debían consolarnos, y lo hacen, de tres meses largos de tiempo desapacible. Con todo, los días lluviosos y de nubes densas crean una intimidad en la casa que rara vez logran otros meteoros. Los planes, cuando los tenemos, quedan deshechos, pero la imaginación despertada por la necesidad los suple por otros. No son malos para el ánimo los días sombríos cuando sabemos que el enemigo invierno será derrotado pronto, aunque "Nieve por san Blas, treinta días más". Confiemos en que, por malo que sea este invierno, no vaya a peor.

Muchos pueblos antiguos celebraban por estos días el primer anuncio de la primavera. Los romanos y los pueblos germánicos nos legaron las fiestas de las Luces y de las Antorchas, en el cristianismo de las Candelas, porque se suponía que si a mediados de febrero se empezaban a aparear los pájaros y a preparar los nidos, la naturaleza y el instinto de las aves anunciaban buenos augurios. La liturgia católica se ha simplificado mucho y ha perdido la claridad de lo sagrado al no usarse el latín en el ceremonial: "…te humiliter deprecamur: ut has candelas ad usus hominum et sanitatem corporum et animarum, (…) benedicere et sanctificare digneris…" Los fieles tenían en su mano, después de la noche invernal, la Luz bendecida para la salud de los cuerpos y de las almas, simbolizada en una candela de cera elaborada por las abejas por la voluntad de Dios. Ahora es una vela corriente y unas frases sin misterio.

Mi deseo íntimo es que la lluvia siga como va hasta que moje las candelas y el invierno se aleje. Que llueva despacio para que la jerezana calle Porvera, patas arriba y afeada, y por donde paso varias veces a diario, no se convierta en un río peligroso con rápidos. No se viven mal, en verdad, los días de lluvia, cuando sabemos que la primavera se acerca: leemos más, hay excusa para no salir salvo por necesidad, ordenamos alguna pila de libros y encontramos sorpresas escondidas, dormitamos y se escapa la mente a otra realidad en las fronteras del sueño, y el sonido de la lluvia en la calle nos da la sensación de estar protegidos y una emoción serena, como si esta lluvia fuera la misma de otras veces que ha vuelto. La pureza del agua y la claridad de su sonido nos llevan a otros días lejanos y a otras claridades antiguas que ya no estamos seguros de haber perdido: los primeros agricultores consideraron la lluvia como un signo de la complacencia divina.

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