Desde hace muchos años, del cuello me cuelga un pequeño crucifijo de plata, sin rostro conocido, pero que para mí representa la huella del Hombre en el que creo.

Se trata de Jesucristo -el Hijo de Dios-, aquel que por mis latidos dio hasta su última gota de sangre.

Lo amo por encima de todas las cosas materiales y sentimentales que me rodean, y asumo que seguirlo es atravesar a veces un remanso de paz y otras veces es caminar entre piedras y serpientes venenosas.

Las mismas serpientes que se creen que pueden ofender y herir mi sensibilidad utilizando el nombre de mi deidad por carnaval; pobres ilusos que necesitan de mi credo para poder respirar.

Ellos creen que blasfemando contra mi Dios y mis creencias harán que mis cimientos se tambaleen, cuando lo único que consiguen es que los mire con ternura y piedad desde la atalaya de mi fe.

A diferencia de otros muchos "cristianos" exaltados que llevan meses sin pisar un sagrario, yo no me encabrono con estas cosas porque aprendí hace tiempo que mi Cristo está por encima de imbéciles que quieren llamar la atención de sus vacías vidas amparándose en una libertad de expresión que yo mismo utilizo para mirar hacia otro lado y dejarlos con el veneno de la envidia circulando por sus venas.

Yo no necesito ofender a nadie para ser feliz.

No me interesa saber con quien comparte sábanas y arrumacos mi vecino.

Les aseguro que tengo otras preocupaciones más importantes en mí día a día que me agotan y hacen que mi paciencia se agote.

Pero creo en ese Hombre que expiró en un madero para redimir mis pecados de sangre y barro y cuya grandeza es tan infinita que a su manera indultará a esos canallas que han tomado su nombre en vano.

Queridos, seguid ladrando que mi Señor os perdonará vuestra ceguera.

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