Confieso que tuve una educación familiar de lo más religiosa y con todos sus avíos: rezo del santo rosario en familia, entre otros. Mis padres tenían unas profundas convicciones que ejercitaban de forma para mí coherente. Estudié el largo bachillerato de entonces en un colegio religioso con profesores y sacerdotes, en su mayoría marianistas, y con ellos se mantuvo esa línea educativa. En casa o en el cole recibí similares valores, por más que los que me transmitieron los profesores de los últimos años, siendo ya adolescente, tendrían un carácter más progresista. Con el paso de los años, y en diferentes causas, coincidí con católicos practicantes convencidos. En ninguno de los ámbitos citados encontré una manifestación de su fe especialmente externa y, por supuesto, nada dada a fastos suntuosos. Guardo, quizás por ello, un firme respeto a los que de esa forma viven su fe. Todo lo anterior, además de por mi convencido laicismo, ha debido contribuir para que entienda la religión como un ejercicio íntimo y personal, que se traslada más a hechos y conductas coherentes y menos a expresiones y manifestaciones exteriores. Por otra parte, he nacido y vivido en una Andalucía que no se entiende sin esa extravertida y barroca forma de llevar la religión a la calle que es la Semana Santa. Vale, a pesar de sus excesos; aunque tengo para mí que el origen de las hermandades y cofradías nacidas hace siglos era bien otro. A partir de ahí, y al hilo del debate surgido en la ciudad sobre los monumentos religiosos, creo que está clara mi posición: no creo que sean necesarios más y nuevos monumentos religiosos, que ya los hay en buen número (alguno de estética reconocidamente espantosa). Sinceramente, veo a la iglesia y a sus fieles más cerca del compromiso con las necesidades que nos rodean que de esas manifestaciones más o menos pomposas. Y creo entender que esa es la línea del actual Sumo Pontífice. Corríjanme si me equivoco.

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