Desobedecer al desobediente

El comunicado de los jueces recomendando no obedecer al desobediente habría hecho saltar de gozo a Shakespeare

Cuánto disfrutaría Shakespeare con el jaleo catalán: puro teatro barroco, con su mezcla de ridículo espantoso y pasiones desatadas, ambiciones personales y retórica grandilocuente, cálculo y locura. La vacilación de Rajoy la quieren convertir Marhuenda y demás forofos en gran estrategia política. Es imposible, pero Shakespeare apreciaría, al menos, el hamletiano laberinto interior del presidente. Y disfrutaría, sobre todo, con el problema subyacente de la autoridad subvertida. El comunicado conjunto de las cuatro asociaciones de jueces recomendando no obedecer al desobediente le habría hecho saltar de gozo. Es una idea muy suya.

¿Cómo puede un rebelde reclamar respeto?, se pregunta Shakespeare, acuciado por el Cisma de Inglaterra. Es una duda eterna. Cuando escucho a alguien quejarse de la desobediencia de sus subordinados me pregunto si él se pregunta, para empezar, cómo obedece a sus superiores. Como sabía Shakespeare (y la judicatura española acaba de descubrir gracias al independentismo), el problema de la autoridad es que sólo puede dar órdenes quien las acata. Aquel centurión que se encontró con Jesús demostró que sabía, como buen romano, de qué hablaba: le obedecían porque él estaba sometido a disciplina.

Esto se aplica punto por punto a una Generalitat en rebeldía, en efecto, y felicito a los jueces por señalar con tanta puntería el quid de la cuestión catalana. Pero el asunto desborda esos límites. Igual que el movimiento -en buena metafísica aristotélica- necesita un Motor Inmóvil, el poder necesita siempre una Autoridad Última de la que ir recogiendo legitimidad. Los positivistas se ciñen a la Constitución y, tal y como están las cosas, casi nos parecen unos héroes; pero la propia Constitución se reconoce un eslabón más de la cadena y recurre a soberanías y legitimidades y a principios y derechos fundamentales que están antes que la Carta Magna y que ésta reconoce, no instaura, y a los que tiene que ser fiel si pretende merecer fidelidad.

Sé que se logra más impacto metiéndose directamente con Rufián o los de su banda y que estos artículos más predicadores tienen menos predicamento, pero se ha tocado un tema primordial: la falta de autoridad de la autoridad que se pretende autónoma. Por supuesto, el problema catalán, que es lo urgente, habrá que sortearlo; pero el problema posmoderno de la autoridad líquida hay que encararlo, y eso es lo importante.

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