Después de que los niños llenen las calles cargados de cacharros y artilugios insólitos y vayan a visitar a sus abuelas para recoger más regalos y comerse el roscón de Reyes, volveremos a la deseada normalidad. Los nacimientos, si se quiere, se pueden dejar puestos hasta el día de la Candelaria, pero los árboles de Navidad hay que quitarlos hoy temprano. Cuenta André Castelot en L'almanach de l'Histoire que los árboles navideños están el día de la Epifanía tan estropeados, despeluchados y cansados que lo mejor es quitarlos cuanto antes. Los niños se han encargado en parte de su deterioro. Dice que la costumbre del árbol no llega a Francia desde Inglaterra sino desde Alsacia, donde se seguía un antiguo uso germánico. El primero que se puso fue el que Napoleón III mandó instalar e iluminar en Las Tullerías para el Príncipe Imperial en 1867. Tres años más tarde Francia pierde Alsacia en la guerra con Prusia y los franceses, en recuerdo de los territorios perdidos, pusieron un abeto en sus casas durante la Navidad, costumbre que continuó después de recuperadas las provincias en la guerra de 1914.

El mismo autor cuenta una anécdota que debe ser falsa, porque los curas del Segundo Imperio no podían ser tan ignorantes: un cura rural predicaba a sus feligreses: "El domingo próximo, mis queridos hermanos, celebra la Iglesia la fiesta de santa Epifanía, virgen y mártir, madre de los tres reyes magos que vinieron a adorar a Jesús." Curiosidades aparte, lo cierto es que hemos salvado airosamente el mes largo de fiestas, comidas y excesos que en algunos momentos ha sido penoso de sobrellevar. Se han hecho gastos extraordinarios, hemos comido y bebido más de la cuenta, habremos engordado algo y tenemos los dulces aborrecidos. Fiestas no faltan todo el año, pero tenemos que ir a ellas por propia voluntad. Las navideñas, en cambio, vienen a nosotros queramos o no. Se reciben bien y se despiden con ganas como a los huéspedes de muchos días. Apetecen ya las comidas frugales y la vida sobria, el bienestar continuado y no las euforias fugaces.

Los paisanos que trabajan fuera y han estado de vacaciones, se irán a sus quehaceres y no andarán ociosos por la ciudad buscando con qué distraerse. Callarán los altavoces de los villancicos y se apagarán las tiernas lucecitas, no nos ofrecerán pestiños ni copas de más. La ciudad y sus habitantes volverán a la vida reglada, al equilibrio de hacer todos los días lo mismo pero distinto, al silencio y a la lentitud de las pequeñas ciudades, tan cómodas y agradables para vivir. El ciclo, como debe ser, se volverá a cerrar, pero cada año que pasa y cumplimos estamos mejor preparados para controlar las fiestas y no que ellas nos dominen a nosotros.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios