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Siempre he considerado histérico pedir la dimisión de un político porque resulte imputado. Lo respetuoso con la presunción de inocencia y con el funcionamiento del Derecho es esperar a la sentencia. La complejidad legal y las rivalidades enconadas hacen que cualquiera que ejerza una responsabilidad y tome decisiones pueda resultar imputado a las primeras de cambio. Luego, la complejidad política hace imposible que quien dimitió pueda volver a la vida pública por mucho que después se declare su inocencia. Su honorabilidad queda manchada y, en un mundo tan competitivo, cuando han cubierto tu espacio, puedes darte por amortizado (o amortajado).

Que yo piense así no tiene ningún peso social. Los medios y los políticos a la primera imputación piden cabezas de una forma a duras penas metafórica. Y la energía que se pierde en pedirlas se podría gastar en exigir una justicia más ágil que acorte los plazos entre la imputación y la sentencia para poder esperar a esta última con cierta esperanza de resolución y paz social.

Todo esto es obvio, simple. El dilema me asalta cuando los políticos que clamaban por dimisiones expeditivas a diestro y a siniestro (sobre todo, a diestro) resultan imputados. Es el caso de los podemitas Sánchez Mato y Celia Meyer, cuya imputación, además, es bastante fea. Puedo volver a repetir que la imputación es un tiempo procesal prematuro para pedir la dimisión o exigir a los afectados que actúen como ellos exigían a los demás. O sea, o atenerme a mi propia palabra o atenerlos a las suyas.

No es fácil, porque, si no se les pide coherencia, parece que nunca te los tomaste en serio y eso es una falta de respeto muy grande. Y si uno recuerda que la imputación no es causa suficiente, parece que les permite la doble moral: la imputación de los otros es inadmisible y la de éstos, un detalle procesal sin trascendencia. Fuera de la política, también nos asalta a menudo la duda si juzgar a los demás conforme ellos aplican sus juicios sumarísimos a troche y moche u optar por mantenernos fieles a nuestros juicios suspensivos.

Quizá lo más incisivo sea dejar que a cada cual lo juzguen sus propias palabras, más inmisericordes que nunca podrían ser las mías, y esperar yo sentadito a la sentencia del tribunal. Eso sí, si salen condenados, como salió Rita Maestre, su compañera en el ayuntamiento de Madrid, ya no tendría pase, como no lo tiene Rita, si no dimiten.

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