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EL Miércoles de Ceniza es buen día para empezar la penitencia de aprender catalán, vascuence y gallego por si nos sale un trabajo en alguna de las regiones de España donde, además del español, se hablen estas lenguas. Lo único que hacía falta en el catastrófico sistema educativo andaluz. No quiero pensar la que se formaría si a los franceses se les propusiera algo parecido. Hasta hace muy poco ser español era un azar, una legalidad, y sentirse español algo aceptado por inercia. Desde ya mismo ser y sentirse español empieza a ser algo importante: ya no un azar, sino una suerte; no una legalidad, sino una elección; no por inercia, sino por conciencia y vocación. A estas alturas no nos gustaría ser otra cosa, convencidos como estamos de pertenecer a una de las naciones privilegiadas del mundo por su historia, su lengua y sus tradiciones culturales.

Las lenguas francas están para eso que llaman ahora movilidad, para ir a cualquier rincón del territorio nacional sin problemas de entendimiento, en especial los comerciantes, mucho más en España donde, salvo las excepciones por aislamiento, se ha hablado español en toda España desde siglos antes de que naciera Franco. Las aleluyas de "El mundo al revés", tan divertidas para nuestros tatarabuelos, han sido rescatadas para el ejercicio de la política. Cuánto más sensato sería defender la enseñanza del español para tener mayores posibilidades de trabajo en medio mundo, más eco en los foros y en el comercio internacionales. Puestos a facilitarnos la vida laboral, mejor sería aprender chino que aymara, ruso antes que gaélico. Enseñan, en verdad, a avergonzarnos de nuestra historia, como si España fuera un país inventado ayer tarde y habláramos una lengua bárbara.

No es bueno actuar con prisa y con nervios, y menos en política. La actividad política debería servir para darles seguridad y tranquilidad a los ciudadanos; pero si un día nos asombran y otro nos sobresaltan, tenemos una sensación de alarma y acoso que nos hace la vida inestable, porque nos preguntamos en qué acabarán las subastas, las compras de votos, el lenguaje oscuro, el no llamar a las cosas por su nombre, el mentir, la división de España ya casi irreversible, las extravagancias, la libertad y la democracia secuestradas, el tuntún y el palo de ciego como sistema legislativo y de gobierno. Uno ya se sobresalta más que se asombra y, no pocas veces, se alarma, porque si los representantes de todos los españoles dan la imagen de la ignorancia y de la irresponsabilidad sin que podamos hacer mucho por evitar sus consecuencias, lo clásico y melancólico es ver la caída de España y evocar sus glorias paseando en silencio por sus ruinas.

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