Y ahora mis lectores se preguntarán, ¿no fue ese Manuel Romero el que puso como los trapos al obispo? ¿Acaso no le llamó simoníaco por querer vender a la Gerencia de Urbanismo San Juan de los Caballeros, en cuyas garras el monumento habría desparecido para siempre? ¿No le acusó de burlarse de una hermandad (la Vera Cruz) que había invertido mucho tiempo y dinero en el mantenimiento del templo? Pues sí, señores no lo negaré tres veces antes de que cante el gallo porque es absolutamente cierto, siendo lo más grave que casi dos años después de este turbio suceso la Curia no haya desmentido tamaño disparate. Sin embargo tal y como escribí denunciando una situación que me pareció escandalosa hago ahora lo propio para elogiar a nuestro obispo diocesano por haber sido el promotor de la rehabilitación de la Casa Bertemati, una intervención modélica de la que Jerez tendría mucho que aprender. En una ciudad en la que día tras día se destrozan inmuebles históricos bajo el pretexto de devolverles su esplendor pasado, la obra de Bertemati ha sido (por desgracia) algo extraño.

A comienzos del siglo XVIII la familia Dávila ya se encontraba asentada en la plaza del Arroyo. Se trataba de uno de los más importantes linajes nobiliarios locales, rico y poderoso, y no cesaban de comprar fincas colindantes para agrandar las casas de su morada. La apoteosis llegó durante la segunda mitad del setecientos. Los hermanos Álvaro, Juana y Juan Dávila empezaron una carrera frenética comprando cinco casas a sus propietarios y una calle al Ayuntamiento. En el enorme solar decidieron levantar un palacio que fuese un escaparate de su gloria, con dos fastuosas portadas de piedra labrada. Por si fuera poco, en los herrajes de uno de los balcones escribieron con letras muy grandes DA-VI-LA, por si alguien no se había enterado de quien vivía allí. Fueron días de opulencia, de bailes, cubiertos de plata, peinetas de carey, abanicos de marfil, reliquias guardadas en relicarios preciosos, vestidos de seda y fiestas en el jardín. Después, como en la mayoría de los casos de los potentados jerezanos, la decadencia y el olvido. La familia dividió la propiedad en dos y los inmuebles comenzaron una existencia por separado. El que estaba ubicado más cerca de la calle José Luis Díez tuvo al menos veinte propietarios, mientras que el otro fue comprado por Manuel Bertemati, noble y acaudalado comerciante gaditano de quien tomó nombre la casa. En 1939 el sacerdote Enrique Bertemati (hijo del anterior) volvió a reunificar las dos viviendas, cediéndoselas a la congregación religiosa de las Hijas de María Inmaculada, quienes instalaron aquí una suerte de residencia que en Jerez era conocida como Servicio Doméstico. El palacio asistió a los prodigios de la Madre Peipoch y, sobre todo, realizó una importante labor social en ayuda de las mujeres más desfavorecidas durante varias décadas.

En el año 2000 las monjas abandonaron la casa y, tal y como estaba estipulado en el contrato de cesión, el inmueble pasó a ser propiedad del Obispado de Jerez Asidonia. Don Juan del Río decidió entonces ubicar en él la Casa de la Iglesia, un complejo que acogería su vivienda pero también todas las oficinas de la curia diocesana, además de un auditorio, el archivo histórico y varias bibliotecas. Nuestro prelado, haciendo caso omiso a los rebuznos de quienes le acusaban de construirse un palacio (como si fuera el Arzobispo Elector de Maguncia), siguió adelante y gracias a su tesón Jerez ha recuperado una joya de su patrimonio histórico.

Lo que en manos del Ayuntamiento o de cualquier inmobiliaria hubiera sido una merienda de negros, se convirtió en un prodigio de respeto, de sensibilidad hacia el monumento. Todos los elementos históricos de interés han sido conservados y restaurados, recuperándose muchos de los espacios originales de la casa. Han vuelto a la vida frescos del siglo XVIII y el famoso Cuarto Moruno (envidia de oriente y asombro de Occidente) ha perdido ese aspecto cateto de cafetín de Melilla que le dieron las monjas cuando lo pintaron con rotuladores Carioca. Por si fuera poco, todo el proceso de restauración y los estudios previos que se hicieron del edificio, han sido recogidos en un precioso libro que fue presentado el pasado jueves.

Acciones como ésta hacen a Don Juan del Río merecedor de todas las alabanzas. Una ciudad como Jerez, en la que el patrimonio histórico sufre a diario mil perrerías sin que las autoridades hagan nada para evitarlo necesita gente como él. De lo contrario, en lugar de una maravilla barroca en el Arroyo tendríamos un edificio de apartamentos arrasado en el interior y con la fachada tan alterada que parecería nueva. Para colmo, el nombre sería algo bizarro tipo Jardines del Arroyo o Residencial Betrematicum. Se pueden dar una vuelta por el centro para comprobar que esto es lo habitual.

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