Si es usted enfermera, supongo que estará encantada de la vida. Y no es que al personal sanitario se le vaya a poner ahora un sueldazo, o unas vacaciones como las que tendrían si fueran maestras. Estará encantada de la vida, supongo, porque gracias a las presiones de cierto sindicato van a retirar del mercado esos disfraces de enfermera sexi que eran toda una provocación contra la moral vigente.

No sabemos si esta conquista (un logro sin precedentes en la historia de la lucha obrera) va a extenderse a otras profesiones y se van a retirar también de los bazares esos disfraces provocadores de policía sexi, de bombera sexi, o el de madre superiora sexi, que quizás sea el último en caer, dada la escasez de afiliación sindical que se registra en el gremio de las monjas. Pero lo que es seguro es que a punto como estamos de empezar los carnavales -en un país que cada vez tiene más claro que una cosa es la libertad y otra el libertinaje-, no vamos a permitir que esa fiesta, por mucho arraigo que tenga, se convierta en una excusa para perder la vergüenza.

Si no hubiera otras opciones, se podría pasar por alto. Pero existiendo disfraces fantásticos de Obelix o del Gato con Botas, habiendo como los hay, en todas las tallas, del monstruo de Frankenstein y del Pato Donald, ¿a qué viene eso de ir por la calle enseñando las cachas como si esto fuera una orgía tropical?

Mucha gente vive en el siglo XXI como si se acabara de morir Franco, y claro, piensan que aquí vale todo, que vivimos en los años del destape y que se puede aprovechar la manga ancha de unos carnavales para hacer de su capa un sayo, y del sayo, una minifalda con la que dinamitar las reglas de la decencia.

Se ha dado el caso incluso de señores que durante el resto del año llevan una vida de lo más ejemplar y que, llegando estas fechas se descocan, cuentan chistes verdes y hasta son capaces de plantarse unos taconazos, unas tetas inverosímiles y una cofia de la Cruz Roja, todo ello sin reparar en el daño moral que pueden estar infligiendo a la Humanidad en general, o a las trabajadoras del Servicio Andaluz de Salud en particular.

Habrá quien crea que esto es un disparate y defienda el derecho a reírse hasta de la propia sombra en unos carnavales (así se disfrace uno de enfermera sexi, de muñeca hinchable o de obispo con ligueros.) Pero es normal que el mundo esté patas arriba en cuanto a estos asuntos del cachondeo porque los papeles se han invertido. La alcaldesa de Barcelona, por ejemplo, vive rodeada de bufones con coche oficial y, sin embargo, a quien le ha pedido que deje de hacer el payaso es a Albert Boadella, humorista de profesión.

Pero dejando las bromas pesadas aparte, hay que dar la enhorabuena a las enfermeras españolas, o a nuestras profesoras, que quizás lleven media vida trabajando para las administraciones públicas empalmando contratos temporales, pero que al menos, ya que el futuro laboral no se les garantiza, pronto tendrán el consuelo de no tener que cruzarse con ninguna fulana vestida de enfermera sexi o con algún indeseable disfrazado de maestra picantona. No se puede pedir más.

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