NO es que España haya dejado de ser católica, como anunció Azaña con más deseo que veracidad en octubre de 1931, pero ahora, tres cuartos de siglo después, la sociedad española se seculariza a marchas forzadas. Al menos en un sentido: hábitos y ritos que antes eran organizados bajo una perspectiva confesional -católica- se celebran hoy día al margen de la religión y sus liturgias, y ello independientemente de que hayan cambiado o no las creencias colectivas.

Puede haber, en efecto, una gran mayoría de españoles que se declaran católicos, incluso una mayoría -ya inferior- que practican esta religión en sus expresiones más asequibles, como la misa dominical. Pero otras manifestaciones externas del catolicismo, que han marcado la identidad nacional durante siglos, van de capa caída, si se me permite una fórmula que no pretende ser ofensiva, sino descriptiva. Cada vez hay menos bodas por la Iglesia, menos bautizos, menos primeras comuniones, más parejas de hecho y más hijos habidos fuera del matrimonio y sin que los padres se sientan obligados a contraerlo precisamente por eso, por los hijos extramatrimoniales.

Es en las bodas donde el cambio se ha hecho más visible. En el año 1996 se registraron 148.000 bodas por la Iglesia y 45.000 por lo civil; diez años más tarde hubo 118.000 de la primera modalidad y 94.000 de la segunda. En porcentaje sobre el total las civiles se han duplicado en la década. Ya hay más parejas que se casan en el juzgado que en la iglesia en Madrid, Cataluña y Baleares. Si se les suman las numerosas parejas de hecho, sale que son mayoría, o están a punto de serlo, los españoles y españolas que constituyen familias sin pasar por la vicaría. En estas estadísticas no entran, por su insignificancia, los matrimonios homosexuales, ahora también legales.

Gustará más o menos a cada hijo de vecino, pero esto es así. Dentro de un proceso general de secularización de las costumbres y abandono de la religión, algunos factores han empujado en esta dirección. Por ejemplo, las bodas civiles han dejado de ser cutres y ahora las ofician alcaldes y concejales en salones monumentales en los que los amigos de los contrayentes leen poemas en su honor y suena música de cámara. La extensión y la normalidad del divorcio en la sociedad le resta al acto de la boda la solemnidad que parece exigir una ceremonia religiosa. Finalmente, los chicos y chicas que se casan, con unos treinta años de media, han crecido en una España en que lo religioso ha dejado de ser determinante (en la vida cotidiana, me refiero).

Naturalmente, desde el punto de vista de la Iglesia católica, esta situación no puede afrontarse volviendo a los tiempos en que sólo el matrimonio eclesiástico era válido. Imposible total.

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