Se estaban pasando de la raya. Algunos políticos, en ese afán por aparentar que eran mucho menos brutos de lo que realmente son, habían cebado el currículum igual que se ceban los pollos antes de asarlos: rápido y de forma artificial. Como en principio nadie se iba a parar a comprobarlo, presumían de tener una cantidad de titulaciones académicas que, en el caso de ser auténticas, les sobrarían para aspirar a un par de premios Nobel. El que no se sacaba de la manga un doctorado en Psicología (con lo que luce un doctorado cuando vienen las vecinas a merendar) alardeaba de haber traducido las obras completas de Kierkegaard. O de ser experto en Egiptología Cuántica, si es que eso existe. Y así, llevando a la práctica esa máxima del idealismo trascendental que asegura que el que no corre, vuela, los muy faroleros se estaban marcando cada autorretrato ful que ríanse ustedes de aquellos de Durero en los que se pintaba a sí mismo el triple de guapo de lo que era en la vida real.

Por ese método del engorde curricular, el que había ido a Gibraltar a comprar dos botellas de ginebra podía declarar que tenía un notable dominio del inglés; el que había subido una vez a la azotea del bloque para arreglar la antena podía alardear de ser ingeniero en Telecomunicaciones; y si no presumían de haber cortado las dos orejas y el rabo en la plaza de Las Ventas es porque los taurinos tienen bastante buena memoria y eso no habría colado fácilmente.

Pero esos méritos cuya autenticidad, en principio, nadie iba a pararse a comprobar, resulta que, por el interés periodístico que tienen las puñaladas traperas, ahora hay que investigarlos. Y claro, allá que muchos de esos políticos que habían engordado el currículum a base de fantasía, han tenido que ponerse a toda prisa a corregir las presuntas licenciaturas, las graduaciones de paripé, entre otros frutos del estraperlo universitario, para no dar demasiado el cante y para quitarse todos esos méritos sospechosos sin los cuales a lo mejor habrían tenido que ganarse la vida honradamente.

Y no es que haya algo malo en usar postizos. Nadie va a molestarse porque una ministra se ponga las tetas de silicona, o porque un eurodiputado use peluquín y se calce unos taconazos con los que estar a la altura. Pero cuando lo que se finge es la preparación académica, se entiende que a los ciudadanos les entre un cabreo formidable, sobre todo cuando a esos ciudadanos me los miran con lupa cuando se presentan a unas oposiciones, que si no los cachean antes de hacer el examen es de milagro.

Aunque esos problemas para acreditar los méritos no nos afectan a todos. Yo, por ejemplo, tengo las paredes del salón abarrotadas de títulos. Los tengo de Borges, de Bukowski y de mi tocayo Savater. De casi todos estoy muy orgulloso. Del que más, posiblemente, sea de un libro de caballerías y de un diccionario que escribió Voltaire.

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