Como viene siendo habitual todos los años cuando la Virgen del Rocío realiza su multitudinaria procesión por las calles de la Aldea almonteña y los miles de romeros se agolpan en torno a la que es el motivo de su pasión religiosa, cautivados por la magia del momento, por el entorno espectacular de unas marismas imponentes, por la religiosidad íntima de un pueblo exuberante, por los perfiles de una madrugada inquietante y... por todo aquello que el Rocío impone y proyecta, aparece la sinrazón de algunos padres que llevados por un fervor inconsciente, lanzan - literalmente - a sus hijos pequeños, algunos casi bebés, por encima del mar de cabezas para conseguir que las criaturas lleguen hasta el paso de la Señora. Esta observación, manifestada hasta la saciedad a los propios rocieros, incluso, a los almonteños, se contesta, gratuitamente, con aquello de que todo está controlado o que la Virgen se encargará de que no pase nada. Por mucha fe en lo divino y en lo humano que se tenga, por mucha creencia en el poder supremo de la Blanca Paloma, tales acciones no dejan de ser absolutos actos de inconsciencia. Mucho me temo que alguno de esos papás, rocieros fundamentalistas, serán de los que elevarán protestas airadas en sus colegios porque a sus hijos se les ha empujado en el patio del recreo y lo que no sería nada más que un mínimo lance de juegos infantiles, se convierte, para ellos, en, casi, hechos de guerra, con denuncias al pobre maestro por no tener cuidado de su frágil vástago. Y es que, muchas veces, esta sociedad estulta impone sus esquivas circunstancias surrealistas y nos encontramos con actores de una película con pocas luces. De todas maneras, a pesar de los papás de fe exagerada, el Rocío es una dulce marea de brisa vivificante.

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