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LA causa del rechazo, cada vez más amplio, a la forma de celebrar las fiestas navideñas no es la fiesta en sí, muy antigua y arraigada, sino su desmesura, su duración, su insistencia. Las fiestas deben ser intensas y breves, quizá fugaces, para que no cansen y desear que vuelvan. Las fiestas largas degeneran hacia el hastío, se corrompen por aburrimiento y se acaban rechazando por cansancio. El hombre soporta mal la repetición de lo mismo largo tiempo. Hagan la prueba: dediquen un día a ver muchas veces la película que más les haya emocionado o a oír la pieza musical de su preferencia. La primera vez es posible de lloren de emoción y el espíritu se engrandezca; la última será insoportable, irritante, hasta parecer obras torpes, defectuosas y malas. En la película o en la música no ha cambiado nada: el cambio se ha obrado en nosotros como consecuencia de la hartura.

Las fiestas largas embrutecen. Tomen como ejemplo una celebración particular e intenten verla desde fuera. Al principio todos llegan frescos, aseados, fragantes, agradables, vivos los ojos, ágiles y naturales los ademanes, la palabra brillante, el alma libre y el continente en orden. A medida que avanza la fiesta, la comida y la bebida han ido estropeando los semblantes, los han aplebeyado y el embrutecimiento empieza a manifestarse en forma de menor cortesía y mayor estridencia. La Navidad se ha convertido en una conmemoración embrutecedora, duras de roer, como el turrón, blandas y dulzonas, como el mazapán. Tiene un programa de sonsonetes repetitivos que hacen la vida más difícil durante dos meses largos. Debería ser al revés, pero se nos ha ido de las manos. Todo suena a impostura, como la purpurina, la falsa nieve, los castillos de cartón, las lucecitas, las felicitaciones, las comidas de hermandad y, en fin, el artificio.

Hay gente que se pone triste en Navidad por nostalgia de otro tiempo y memoria de los seres perdidos. En estos días necesitan compañía, comprensión y campanitas. También el cansancio puede causar tristeza, pero no es una tristeza nostálgica, sino de resignación por ser tan difícil escapar de los pestiños cuando, antes de Adviento, ya los hemos aborrecido en un ambiente empalagoso que llega a enfriar nuestro amor por las tradiciones. Llega un punto en que la soledad y el silencio son privilegios a los que nos aferramos, siempre que estemos todo lo solo que queramos estar, algo que pertenece a un modelo de vida y depende en gran manera de la voluntad. No se trata de esconderse o de escapar de un destino fatal, sino de irse de una fiesta que no acaba nunca, harto de la comida y de la música, de la bebida y de los invitados, y de una casa llena de extraños donde, además, hace frío.

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