TIENE QUE LLOVER

Antonio Reyes

Gloria a Dios en las alturas

"Vamos subiendo la cuesta/que arriba mi calle/se vistió de fiesta". La letra de la canción, como un invitado inesperado, se asomó al balcón de su memoria. Sentado en un banco, en uno cualquiera de los que rutinariamente ocupaba con el ritmo del día, siempre los mismos, veía pasar a la gente. Legiones de individuos. Aseados, peinados, arreglados, con ternos azules y corbatas, con trajes largos y tacones, cogidos del brazo o en grupo. Multitud de personas, de toda edad y condición, convocadas por el hechizo del espectáculo y de la religión, tomaban las calles.

Sentado en su banco, con sus bártulos en las rodillas, el macuto con sus escasos enseres personales, su endeble colchón reliado y atado con una cuerda, su cigarrillo en la boca y el humo de sus pulmones subiendo al cielo, observaba en silencio. Allí inmóvil, dejando pasar las horas, como siempre hacía, asistía impasible a la anual ceremonia.

Los ecos de las trompetas y los tambores resonaban cada vez más próximos. El público comenzó a agolparse a ambos lados de la calzada. Por la estrecha franja, precedido por una pareja de la autoridad, apareció el primer nazareno portando la Cruz de Guía. Las personas de edad, respetuosas, se acercaban la mano a la frente y, mecánicamente, se persignaban. Los más pequeños, de reojo miraban los antifaces y los capirotes, aferrando con fuerza las manos de sus padres. Los más jóvenes, entre risas, hablaban de las cosas de la gente joven: de amores y de diversión.

El cortejo avanzaba con lentitud. Cirios, insignias, estandartes, faroles, simpecado, libro de reglas, incensarios, poco a poco, ganaban el centro de la ciudad. A ritmo acompasado, la imagen de Jesús fustigado por los romanos caminaba bajo decenas de zapatillas blancas. La música sonaba con fuerza. Los flashes de las cámaras iluminaban presurosos a las figuras del paso. Desde un balcón cercano, una saeta hizo callar a las trompetas, y la multitud giró sus cabezas en busca de la quejosa voz. Los aplausos rompieron el silencio. El paso reanudó la marcha.

Allí sentado, con la mano en la barbilla, la cabeza reclinada sobre el pecho, de espaldas al desfile, permanecía ajeno al espectáculo. En su cabeza se amontaban, unas tras otras, las imágenes de su vida, de su infancia y de su pasión. Habían pasado muchos años, pero recordaba sus vivencias, su lucha, su detención, las humillaciones, el juicio, la condena. Cuando la muchedumbre desapareció siguiendo la estela de la procesión, se levantó, apagó la colilla con la punta del zapato, y comenzó a caminar. Un día más, otra noche más, Jesús, suplantado, flagelado por el olvido y el abandono, traicionado por quienes dicen amarle, buscaba solitario un sitio donde dormir al cobijo de las estrellas.

"Mi reino no es de este mundo", pensó, antes de cerrar los ojos. La letra del cantautor, convertida ahora en una esperanzadora canción de cuna, regresó de nuevo a su cabeza: "Vamos bajando la cuesta/que arriba en mi calle/se acabó la fiesta".

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