El otro día fui con una de mis hijas al cine. Ya hacía algún tiempo que no íbamos. Pronto recordé por qué. Para pagar la entrada estuvieron a punto de pedirme un aval y las escrituras de la casa. Y ya cuando pedí palomitas creía que tendría que dejar a la niña de fianza. ¡Jo, y luego dicen que la gente no va al cine!

Pero quería hablarles de algo que me llamó mucho la atención. La sala donde estábamos, en Jerez, nos daba las gracias por elegirles. De nada, chato, pero vamos, si en Jerez ya no quedan cines a donde ir, difícilmente la palabra elegir puede tener sentido.

Se fueron al cajón del olvido el cine Jerezano, con su quiosco en la plaza de San Andrés y sus chucherías. El cine Lealas es ahora un hermoso vergel donde crecen jaramagos, malas hierbas y latas oxidadas de refresco. Del cine Riba, que fue después discoteca y no sé cuántas cosas más antes de convertirse en un supermercado de barrio, ya solo queda un recuerdo lejanísmo, de películas cuyos títulos ya no soy capaz de repetir.

Aún logré ver alguna película en el cine Delicias, pero aquello, ya lo saben, ahora es un monumento al olvido, al abandono y a la tristeza.

No conocí el Valeria, pero si el Tempul, sala de verano donde Bruce Lee o el Mono Borracho se liaban a mamporros por doquier, y en cuya pantalla se proyectaba también alguna película de poco talento y menos vestuario y nulos diálogos, resumidos en algún jadeíllo que ayuda al espectador a ponerse en situación.

Todo eso ha desaparecido. Para ir al cine en Jerez solo hay una opción. Nada de nada en el centro, que sigue (y seguirá) siendo un cadáver. Una película sin personajes, de calles tan desoladas como esos cines que ya no son sino una triste memoria.

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