Yo al principio no entendía nada. Era como si de repente en la calle todo el mundo se hubiera vuelto majara. De buenas a primeras los taxistas, las camareras, los niños en el colegio, pero la seño también, todos empezaron a hablar muy raro: decían cosas sin pies ni cabeza, gesticulaban como si les hubiera entrado un ataque de algo y andaban con unos pasitos espasmódicos, como de puntillas, unas veces hacia delante, otras marcha atrás, mientras se agarraban los riñones y gemían, mezclando en una misma frase los torpedos, la musiquilla de Bonanza y unos pecadores de la pradera que no se sabía a cuento de qué venían, aunque tampoco creo que eso importara mucho.

Esa epidemia del absurdo afectó a los españoles hace veintitantos años, cuando un señor de Málaga, tras pasarse medio siglo de tablao en tablao ganándose la vida como buenamente podía con el flamenco, de la noche a la mañana alcanzó fama en un programa de la tele, llevando unas camisas con estampados estupefacientes y haciendo gozar a un público que jamás se había reído tanto con unos chistes tan horribles como los que él contaba, pero que se contagió automáticamente de aquella manera tan inimitable que él tenía de hacer el ganso.

Porque a él no le imitaban. Chiquito era sencillamente contagioso. A diferencia de Chaplin, que se presentó una vez de incógnito a un concurso de imitadores de Charlot, y quedó segundo, a Chiquito de la Calzada nunca le habrían ganado, pues a gracioso poca gente lo igualaba en este mundo. A original, nadie.

Gracias a esa especie de dadaísmo mediterráneo que él solito se sacó de la manga, quedó claro que el humor es de las ciencias menos exactas que existen, ya que la gracia, cuando se tiene -y a Chiquito le sobraba- da para hacer reír con chistes tan espantosos como los que a él le hicieron célebre, o para que los demás se partan de risa leyéndoles el prospecto de una caja de aspirinas. Es cuestión de talento.

Ahora que ha alcanzado la humortalidad (esa gloria que hay reservada exclusivamente para los cómicos) convendría recordar -como sugería Eduardo Jordá en su artículo de ayer- que Chiquito de la Calzada, con esa habilidad suya para poner de acuerdo a tanta gente distinta a través de la carcajada, hizo por la política española bastante más que otros que sí que se dedican profesionalmente a ella, pero que tienen el mismo sentido común que sentido del humor: ninguno.

Pero no empañemos este homenaje trayendo aquí a personajes siniestros. Lo que sí habría que solicitar a las instituciones es que, sólo por lo que nos hizo reír con sus palabros, la Real Academia debería rendirle honores haciendo un hueco en la próxima edición del Diccionario para alguna de las aportaciones que Chiquito brindó a nuestra lengua. Fistro no estaría nada mal, y aunque nunca supe qué podría significar, estoy seguro de que valdría perfectamente para referirse a tantos personajes públicos como hay sueltos por ahí que no saben hacer reír, porque maldita la gracia que tienen, pero sí que nos dan risa.

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